Solo en EE UU es posible que un candidato a la presidencia afirme sin rubor que es tan popular que si matase a alguien con una pistola en mitad de la vía pública no perdería ni un solo voto? Aunque la demagogia tenga muchas caras, es curioso que la bravata del multimillonario neoyorquino, de haber sucedido en Europa, habría acabado con su carrera política inmediatamente tras una afirmación tan brutal y soberbia. Porque de soberbia es de lo que hablamos. Trump llegó a la política con esas ínfulas de quien no teme a nadie ni a nada, dispuesto a acabar con la vieja élite y derrotar a los demócratas. Fue admitido entre las filas republicanas como uno más por sus ataques furibundos al presidente Obama al que, incluso, le acusó de que no era norteamericano. Tal era la convicción de su propio infundio que el mismo Obama tuvo que salir a la palestra mostrando que era tan americano como cualquiera. Pero eso desvelaba la enorme capacidad demagógica de Trump, por desconsiderado, faltón o despreciativo que fuera. Y, así, se ha ido haciendo un hueco entre los candidatos republicanos a la Casa Blanca. Nadie creyó en que podría llegar tan lejos, tan alto -ya ha despachado a la mayoría de sus contrincantes-, ni que, por de pronto, haya polarizado tanto a la sociedad con su fiero discurso antiislamista y antiinmigrante.

Pero ambos factores están determinando una campaña a la candidatura fea y bronca. A tal efecto que Trump tuvo que suspender, recientemente, un mitin en Chicago porque la seguridad estaba comprometida. Trump encarna como ningún otro la imagen del sueño americano. Rico, blanco y conservador, ignorando en buena medida que la esencia de EE UU no es, en verdad, el individualismo sino el esfuerzo de tantos inmigrantes por levantar el país. El sueño americano aplicable solo a él y a las clases medias altas blancas, en mayor medida, se olvida de los otros millones de norteamericanos que sostienen la riqueza y la economía del país pero, también, sus valores democráticos y plurales. Y cuando que parece más que probable que Trump llegue a convertirse en candidato presidencial hasta los propios republicanos lo temen, lo infravaloraron sin darse cuenta y, ahora, sienten que cabalgan a lomos de un tigre. Temen una debacle electoral frente a los demócratas. Porque aunque Trump pueda contar con el apoyo de grupos conservadores, lo cierto es que será muy difícil que pueda sumar el voto de los latinos y los afroamericanos, dos de las comunidades más importantes que configuran EE UU, amén de atraer al voto descontento del partido demócrata.

Puede que a Trump no le gusten los inmigrantes pero son la base de ese país aunque, en su origen, fueran en su mayoría europeos y en la actualidad provengan del otro lado de la frontera mexicana o de otros lugares del planeta. Pensar que Trump puede convertirse en presidente del país más poderoso de la tierra nos da prevención. Su vanidad y su estilo insultante son lo que atraen al público porque se le ve como una persona que se ha hecho a sí misma (aunque su padre fuera un constructor) y que no tiene reparos en decir lo que piensa. El hecho de que no sea un político profesional sino, paradójicamente, su azote es lo que convence a muchas personas para devolver al país su antiguo esplendor bajo el emblema "América grande de nuevo". Aunque sin ser conscientes de que eso, en boca de una persona tan poco sensata, pueda suponer decisiones impulsivas y desastrosas. Trump solo cree en Donald Trump. Los recelos y tensiones que ha ido impulsando a su paso a lo largo de esta intensa campaña solo demuestran que no es la persona más indicada para unir esfuerzos en un país en el que las minorías son tan relevantes. Nadie se plantea a costa de quién ha logrado sus éxitos empresariales, literarios o televisivos (con un reality show, "El aprendiz", en el que dos equipos competían para ser contratados por las empresas del magnate). Y que todos estos beneficios solo le han repercutido positivamente a él mismo. Su éxito ha venido ligado a esta pretendida imagen de hombre implacable, seguro y desacomplejado.

Pues ha sabido aprovecharse de la influencia de los medios de comunicación, gracias a su verborrea fácil e hiriente, escandalizando y adoptando una pose agresiva, siendo sus dos estrategias fundamentales para estar en boca de todos.

Se muestra contrario a las élites, pero a pesar de su riqueza, su discurso populista le ha granjeado el apoyo de aquellos compromisarios republicanos que sienten que EE UU está en plena decadencia y solo un hombre con sus actitudes puede lograr recuperar su esplendor pasado. O, bien, como temen algunos, hundirlo. Mientras Trump se puede reinventar a sí mismo, tras varios divorcios millonarios o la quiebra de algunos de sus proyectos, los efectos perniciosos que puedan acarrear para el país sus políticas, en caso de ser presidente, preocupan ante el temor de decisiones que hipotequen su solvencia y contribuyan a que se enrarezca el clima reinante en la sociedad, como ya está sucediendo, entre sus detractores y defensores. El problema de Trump es que es una personalidad sin medida, cree que todo lo hace mejor que nadie cuando, en el fondo, no son solo los aciertos empresariales los que te hacen ser una persona competente sino tus actitudes hacia los demás. Por lo tanto, aunque haya tenido éxito en los negocios eso no significa necesariamente que sepa gobernar para el bien común.

Las exigencias son otras bien distintas.

El pueblo norteamericano es el que ha de decidir pero la verdadera fuerza de EE UU no se mide por su capacidad de generar riqueza sino por garantizar la vida digna de todos sus habitantes y fortalecer el respeto (al margen de su religión o ascendencia) entre sus ciudadanos. Trump solo cree en la política en la medida en que eso llena su ego y no por mera responsabilidad cívica. Confiemos en que el fenómeno Trump sea solo una advertencia y que los estadounidenses reaccionen a tiempo para cerrarle la puerta a la Casa Blanca.