Padre Nuestro que estás en el cielo, y en la tierra. Padre misericordioso, vengo esta mañana a pedirte perdón por mis pecados, vengo a que me escuches. Y con humildad, porque eres padre de misericordia, pedirte que perdones a quienes quisieron volver a crucificarte. No basta con nuestros pecados de todos los días, los de la indiferencia, el olvido, la falsía, la soberbia, el rencor, el egoísmo, la avaricia, que volvemos a alzar la mano contra ti para intentar lapidarte, para dejarte marcado más de lo que lo hicieron el flagelo, la lanza, la corona de espinas y los clavos. Porque los pecados, que también dejan señal en tu ánimo, viniste a perdonarlos para que se cumpliera el milagro de la redención que renuevas un año y otro. Y perdonados están.

Santificado sea tu nombre, aunque haya quien lo pronuncie en vano y lo utilice para la peor de las blasfemias. Soplan malos vientos para la cruz. No quiero que te insulten, Jesús mío, ni que renieguen de ti, ni que te abofeteen con total impunidad sin respetar eso que se llama libertad religiosa que unos pocos defienden para todos menos para los que contigo abrazamos la cruz. Si no quieren mirarte, que vuelvan la cara hacia otro lado. Si no quieren participar en tu Pasión, que no lo hagan. Si te ignoran, allá ellos. Pero que no vengan a meternos miedo a los demás y a rebuscar en las miserias y a lanzarte la primera piedra, precisamente quienes no están libres de culpa. Aquellos que si volvieras, repetirían hasta cansarse aquel doloroso estribillo: ¡crucifícalo! ¡crucifícalo! ¡crucifícalo!

Tú perdonas nuestras ofensas incluso cuando nosotros nos mostramos incapaces de perdonar a los que nos han ofendido. ¡Pero es que te han ofendido a ti, en tu forma más humana y más humilde! ¡La de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Osuna! El Jueves Santo, a punto de consumarse todo y antes de que salieras del templo que te alberga para pasear por las calles de la sevillana Osuna, subida en una mesa junto a tu paso, una mujer posiblemente sin entrañas, con un objeto de pequeñas dimensiones, golpeó tu rostro, ya desencajado por el dolor que te causamos, huyendo cobardemente al concluir su hazaña. ¡Pero, si tú, señor, nada le habías hecho! Pero sí tú, señor, estabas allí movido por la fe de quienes, a hombros, te pasean por las calles, como en Zamora, como en tantas ciudades de España. ¡No me consuela, señor, que la cobarde haya sido detenida y puesta en libertad con cargos. La Guardia Civil que te acompaña en tantos momentos de tu Pasión, no como un servicio más, sino sirviéndote desde los adentros, cumplió también en esta ocasión con su deber. No quiero enfrentarme a nadie. Ni imponer mi fe, ni aquello en lo que creo.

Hágase tu voluntad, señor, no me dejes caer en la tentación de no imitarte en el perdón. Cuesta, y tú lo sabes, señor. Yo sé que tú la has perdonado. Una muestra más de tu divina bondad.