Aún estamos haciendo francamente mal las cosas para que haya que dedicar un día a la mujer. Tuve la fortuna de aprender en mi entorno que las niñas valían exactamente lo mismo que los niños y que tenían los mismos derechos y deberes, y eso que hablamos de una etapa absolutamente frustrante para las libertades. Poco tiempo después, cuando la democracia se abría camino, pude corroborar que la mujer se encontraba un peldaño por encima de los hombres en bastantes aspectos, mal que les pese a ese nutrido grupo de inútiles y machistas que intentan soslayar sus propios fantasmas a costa de menospreciar al sexo femenino.

Los que tenemos cierta edad crecimos con mujeres que no lo tuvieron nada fácil y que tuvieron que demostrar más que muchos hombres para conseguir menos. Pero lo que nunca imaginamos fue que, bien entrados en el siglo XXI, tuviéramos que seguir reclamando prácticamente lo mismo que se reivindicaba hace unas décadas. Como ejemplo, a igual trabajo, un 18 por ciento menos de retribución de media para las mujeres, según reflejan los indicadores publicados por Eurostat, con España ocupando el sexto puesto de la UE con mayores diferencias salariales por razón de sexo. Además, la conciliación de la vida familiar y laboral sigue siendo un escollo insalvable para muchas mujeres que, para mayor dificultad, cuentan con un apoyo difuso por parte de sus parejas. Y si a ello añadimos el más que alarmante brote de machismo juvenil, es comprensible que tengamos que seguir celebrando el Día Internacional de la Mujer.

Que a estas alturas haya tantas relaciones adolescentes que basculen sobre el control y la posesión me hace pensar que es difícil que las mentes retorcidas cambien, a no ser para peor.

Estamos, lamentablemente, ante una seria contradicción recalcitrante: la que nos induce a pensar que somos una sociedad moderna, integradora e igualitaria y la que, como es obvio, aún tiene un largo trecho que recorrer en educación y en cultura generacional.