Como colega primero, y enseguida también como amigo de Alfonso, por nuestra cercanía en las tareas "académicas" en las aulas de Pintura y de Música de la entonces Caja de Ahorros Provincial de Zamora, quiero contribuir con esta reseña a la serie de recuerdos que en tanta gente amiga ha suscitado su deceso.

Pared por medio habían sido instaladas y dotadas al comienzo de los años 70 del pasado siglo las dos Aulas, en los bajos de la Avenida Tres Cruces. La proximidad y la vecindad, las intervisitas entre dos colegas en las tareas de enseñar a niños y jóvenes que asistían, no por obligación, a iniciarse en Pintura y en Música, el obligado café de los descansos, las confidencias profesionales, la conversación siempre animada, tejieron entre Alfonso y yo, y entre las familias de ambos, una relación de amistad que, a pesar del paso del tiempo y las vicisitudes de la vida, no se ha vuelto a romper.

Quiero recordar aquí aquellos años 70 y 80 del pasado siglo, un bidecenio irrepetible, el tiempo más floreciente de la Obra Social de la Caja, gestionada por Antonio Redoli, que tenía las ideas muy claras sobre lo que una entidad bancaria provincial tenía que hacer por la Cultura: devolver a los zamoranos una buena parte de los frutos de sus ahorros en verdaderas, no de escaparate, abundantes, no cicateras, eficientes, no descontroladas obras sociales y culturales, que por definición tenían que redundar en beneficio de la sociedad zamorana.

Fue precisamente por aquellos años 70 cuando surgió en la Obra Social una iniciativa en la que Alfonso Bartolomé tuvo una participación decisiva. Se trataba de la adquisición de objetos con valor "etnográfico" (el término aparecía por entonces) en peligro de desaparición por la avaricia de los espabilados. Si fue Redoli el que pidió ayuda a Alfonso o fue Alfonso el que sugirió la idea a Redoli, eso no lo sé yo. Lo que sí supe era que a partir de una fecha ambos comenzaron a trabajar en ese campo, difícil y complicado, todavía no demasiado explotado por los anticuarios "de toda la vida", que en general se dedicaban preferentemente a capturar objetos artísticos. Este era otro campo, el de las "antigüedades", sí, pero el de los objetos de todo tipo de uso doméstico que estaban relacionados con la vida diaria de las gentes, con las costumbres, los usos, las tareas domésticas, conservando las huellas del uso que las envejece con una pátina. No era el campo de las obras de arte, sino el de objetos ennoblecidos por el uso, que en multitud de ocasiones adquieren también, o ya lo tienen en su singular hechura, el valor de un "arte popular".

Allí era donde Alfonso se movía con toda seguridad. Quizá en su afán de encontrar motivos para algunos cuadros, quizá por tener la capacidad de observación de pararse a mirar lo que otros no veíamos: una tinaja, un cántaro, una cazuela, una herramienta cualquiera, una prenda de uso diario o de gala festiva, que tiene la impronta y la gracia de lo popular, de lo tradicional? La seguridad de Alfonso era doble: la de captar de un golpe de vista dónde había algún objeto que reflejara esos valores, y también la de adelantarse a que algún intermediario se hiciese con un objeto con destino a la reventa. Su relación ya antigua con coleccionistas y revendedores de estos objetos le fue utilísima a Redoli en el proyecto de ir haciendo crecer el fondo. Porque Alfonso tenía un olfato especial para identificar y valorar lo que en una oferta había de auténtico valor, y lo que era un objeto turboenvejecido en un par de meses por especialistas en el engaño fácil a ingenuos que van buscando lo que empieza a ponerse de moda. A ello unía Alfonso la experiencia en el trato con intermediarios, para hacerles entrar en lo razonable. Porque tenía la ventaja de actuar por oficio para una institución conocida que el ofertante tenía que conservar como buen cliente.

Que Alfonso Bartolomé, ayudando a Antonio Redoli, fue el iniciador de la adquisición de una buena parte de lo que después ha llegado a ser el Museo Etnográfico de Zamora, es un hecho comprobable. En muy poco tiempo el fondo fue creciendo tanto que fue necesario acumularlo provisionalmente en unos bajos que la Caja poseía o alquiló en la avenida Obispo Acuña. Y cuando se vio necesario que alguien comenzara a poner cierto orden, aunque solo fuera clasificar y colocar, fue cuando aterrizó en aquel local, para ejercer aquella tarea pesada, aunque imprescindible, Carlos Piñel, que por entonces andaba revoloteando de acá para allá, en busca de algún asiento estable o algún sillón profesional. Que con el tiempo consiguió, hasta hoy mismo, pues la Caja "cedió" el fondo a la Junta, es decir, al Etnográfico.

Pero no es este el único mérito que le cabe a Alfonso Bartolomé como iniciador y participante en realizaciones en el campo del Arte en Zamora. Tengo que recordar también aquí, en su memoria, que el emplazamiento del museo de Baltasar Lobo y de su fondo en Zamora fue otra contribución del dúo Bartolomé-Redoli. La primera visita que se hizo en busca de este objetivo a la propia casa del escultor se llevó a cabo en el año 1978 en un viaje a París, y en una visita de ambos al escultor en su domicilio en París. Tuve la suerte de participar en aquel viaje (no en la visita) porque se me pidió organizar el alojamiento de los viajeros en París, donde pude ejercer como tal por mi relación amistosa con Jaime López Krae. El destino para el aterrizaje en París fue su casa. Cuatro parejas viajamos en dos coches, con un plan semiturístico, pues solo Alfonso y Antonio, que habían fijado previamente la cita, visitaron a Baltasar Lobo, que los acogió con mucha alegría y les hizo promesas que después cumplió. También en este asunto Zamora le debe mucho a Alfonso Bartolomé, que actuó como mediador en aquella misión y comisión artística.

De su figura, cuando intento rehacer su imagen en la memoria, lo que más se me ha fijado es aquella su media sonrisa que casi nunca perdía; sus ojos medio cerrados expresando a la vez alegría, prevención, invitación a que empieces tú a hablar; su precaución ante lo inseguro; su alegría comunicativa cuando estaba de buen humor (casi siempre). Y de su entorno, también las risas y las sabrosas recetas con que siempre nos obsequiaba Manoli. Y también, cómo no, la amistad de sus hijos con los nuestros, que comenzó cuando eran niños y no ha cesado.

Que tenga Alfonso el recuerdo que merece de los zamoranos.