Nos están dejando desnudos, nos quitan las referencias y hasta los valores, quienes seguimos pegados al ámbito rural nos sentimos huérfanos; lo que hemos sido siempre no vale, está cuestionado; la propiedad privada no tiene la misma consideración en los pueblos que en las ciudades, aquí hay muchos más condicionantes, mil cortapisas; nuestras costumbres son atacadas, ninguneadas, despreciadas; la sociedad urbanita, cada vez más, identifica muchas de las manifestaciones que aún hoy nos definen como la cultura del toro, el flamenco, la caza, con valores primarios. Se impone la tendencia prohibicionista, la homogeneidad. La cultura urbana contra la rural, la guerra está perdida y las condiciones de la rendición son ominosas".

La reflexión, larga y adornada con adjetivos, es el resumen de una conversación reciente con un hombre de pueblo una tarde juliana, farragosa, "prehistórica" y caliente. No es una opinión suelta de alguien, ya entrado en años, ilustrado por los estudios y, sobre todo, por la vida. Es el sentir generalizado de quienes viven en el ámbito rural, que sienten que su mundo, el de sus padres, el de sus antepasados, se derrumba removido por un huracán que viene de fuera, de la ciudad, de donde viven los que mandan, los que hacen las leyes.

El hombre de pueblo se siente machacado. Su referencia, la cultura agraria, ya no vale. Los agricultores y ganaderos, los pocos que quedan, viven de las migajas de Bruselas (más del 40% de la renta agraria depende de las ayudas PAC). "Seguimos vendiendo el trigo y la cebada al mismo precio que hace veinte años; el pan ha subido un 400%, ese es el mejor ejemplo de lo que está pasando", sentencia el hombre de pueblo.

Los pueblos se despueblan. Los negocios rurales se cierran. Los jóvenes se marchan. El ánimo se apaga. Ya ni el verano actúa como revulsivo. ¿Pero es que los que tienen capacidad de decidir y cobran por ello no se dan cuenta de lo que está pasando?