En San Juan, oficiado por don Gonzalo, he asistido al funeral de doña Encarnación Perlines. Fue un acto lleno del dramatismo que acompaña el dolor de los deudos, con los que todos, en mayor o menor grado, nos sentimos solidarios; no hace falta mucha empatía para hermanarse al dolor de esos momentos, esos traumas dolorosos por los que, cuando hemos llegado a cierta edad, hemos pasado más de una vez y entrañamos como nuestros.

Esta vez, hemos escuchado a don Gonzalo, en una homilía emotiva y catequética que, personalmente, a más de conmoverme, me enseñó algo tan importante como entender la vida y la muerte desde una perspectiva cristiana con una exposición sencilla, magistral y en solamente veinte minutos.

Comenzó el perspicaz discurso disertando sobre lo absurdo de la muerte; nada más ni menos que exponiendo la idea que prima entre nosotros, en nuestra sociedad, sobre el hecho dolorosamente admitido de nuestra natural desaparición. Es innegable que todos sentimos una tremenda sensación de dolor y de vacío cuando perdemos a un ser querido y me atrevo a decir que estimamos a los que queremos más que a nosotros mismos, y eso nos lleva, desde nuestra impotencia, a esa idea de la desolación ante la muerte; está claro que me refiero a la muerte cuando representa la pérdida para siempre de alguien con quien vivimos y a quien amamos.

Desde esa idea del absurdo de la muerte, con sutileza, nos hizo entender que el hombre, en esta vida, tiene como aspiración y fin el ser feliz, pero, según él, no solo tiene que ser feliz, tiene el deber de serlo y poner los medios necesarios; y estima don Gonzalo que la felicidad humana no está en la idea habitualmente aceptada de poseer dinero y riquezas que originan disensiones sociales, la felicidad humana se asienta en algo tan sencillo como estar en disposición de servicio a los demás, en definitiva, ser bienaventurado; y, para ello, nos hizo un repaso rápido por el Sermón de la Montaña, haciendo hincapié en la virtud de la pobreza, que sirvió para llevarnos hasta el ejemplo de Cristo en la Cruz; que no es precisamente la idea más propia de la felicidad prácticamente entendida por la mayoría de los mortales, pero sí ejemplo de amor y entrega total a los demás que es, en definitiva, lo que nos puede hacer esencialmente felices, ya que nadie puede ser dichoso en un medio desdichado.

Desde ese planteamiento, presentó la gran sorpresa cuando eliminó la muerte al considerar que la muerte del ser humano es su Pascua, un paso definitivo que todos personalmente recorremos; es una clara consideración a que en la vida y en la muerte somos del Señor. En el pasaje bíblico del Génesis, Dios crea mediante la palabra, pero al hombre lo forma de barro y le alienta con su soplo de vida y ese aliento vital no muere.

Ad hoc de estos pensamiento, recuerdo que en su Genética Ontológica Fernando Rielo expone y llama inhabitación del Sujeto Absoluto (Dios) a esa presencia en los seres humanos creados, que considera constitutiva de una psicomatización de la persona. De ahí y como ejemplo claro de esa inhabitación de Dios en el hombre, ya desde Atapuerca, se percibe esa presencia en el desarrollo de un rito de respeto hacia los fallecidos. Sobre esta percepción escribí un viejo soneto que titulé "In Profundis": "Dentro del corazón, llevo completo, / un intimo jardín, altar de amor, / zona de paz y centro embriagador; / nunca se llegará a él, por decreto. ¡Quiero llegar a ti, pensil secreto! / ¡Quiero, sentir tu aroma perfumada! / ¡Quiero, trascender mi alma relajada! / ¡Quiero, tornar al empeño concreto! / ¡Quiero vivir en puros ideales! / ¡Quiero, vivir más libre y más abierto! / ¡Quiero alejar de mí sueños banales! / Quiero seguir mi marcha por el mundo, / siguiendo con los Santos en concierto, / tras del amor de Dios, el más fecundo!".