Rompiendo el plácido sueño de la alborada o cuando aún es de noche, es costumbre que me levante para cumplir con la naturaleza; esta manera de proceder, casi siempre, lleva aparejado que termine en el ordenador, leyendo la prensa extrajera y cumpliendo con la correspondencia pendiente.

En mi pequeño apartamento, tengo designado un lugar donde están acomodados el ordenador con todos sus aparejos, mi pequeña biblioteca de unos ochocientos volúmenes, los recuerdos de mi vida profesional y mis imágenes más queridas; es un pequeño habitáculo que dispone de un hermoso balcón a la calle que es como decir a la vida, y utilizo de escritorio, estudio, laboratorio y oratorio. Es mi pequeño lugar de retiro, un solitario paraíso, es mi cárcel y mi libertad; es lugar de silencio y música, de lectura y meditación, es escenario de sueños y vivencias. Aquí están los más queridos de mis viejos libros que son mi lectura, el ordenador que me sitúa en el mundo actual, mi Cristo y mis recuerdos que me hablan y me exponen la proximidad de un futuro muy próximo que me llama junto a mis mayores, aunque todavía esté sin precisar. De esta manera, mi vida se sedimenta, día a día, en este lugar donde rezo, sueño y vivo.

En este pequeño refugio, las sorpresas que me transmite el balcón son algo más que lo inesperado. La otra mañana, sumido en mis pensamientos, antes de amanecer, cuando llevando un rato ante el ordenador pasó barriendo la calle con su estrepitoso ruido la barredora mecánica del Ayuntamiento y subí la persiana, me llevé una agradable sorpresa, con el alba en el cielo y las farolas luciendo, una nevada de pequeños copos de nieve, algo más que polvo níveo, se depositaba mansamente sobre Benavente, aunque vistiendo únicamente los tejados, iba dejando una sutil mantilla blanca de fiesta a modo de un leve y claro velo de armiño.

Terminé con premura el trabajo previsto y raudo, una vez aseado, vestido y abrigado, con el ánimo de sentir y oír la inigualable sensación del crujir de la nieve virgen mientras se compacta al pisarla, salí hacia la Mota. Ya en la calle, era de día, las farolas reposaban esperando el atardecer y la leve nevada había cesado, me embocé hasta las orejas en esa moderna prenda de abrigo que sustituye a la vieja bufanda que llaman braga y, sobre un suelo húmedo y sin nieve, me encaminé al arbolado paseo con la ilusión de mancillar la virginidad impoluta y fresca de la nieve.

Llegué, pero ni fui César ni vencí, porque la nieve era algo testimonial que pasó y donde había no tenía grosor para crujir. El cielo, aunque muy nublado, no dejó caer ni una gota más del líquido elemento cristalizado y, decepcionado, abandoné el paraje por la calle de Solita.

Fue allí que un resbalón, inesperado, / en el acuoso suelo medio helado, / como vieja traición a lo soñado, / dio conmigo en el húmedo enlosado; / fue derramar el sueño del Olimpo / en risas del Parnaso; / y fui Ícaro, ensayando a volar, / caído de bruces sobre el sucio barro / y razoné el verso de Garcilaso: Mas tal estoy, que con la muerte al lado / busco de mi vivir consejo nuevo; / y conozco el mejor y el peor apruebo, / o por costumbre mala o por mi hado.

Y dolido, lamentando mi sino, / me levanté del suelo, / y levantando la vista al Cielo, / desde lo hondo, en el silencio del alma, / grité la verdad teresiana: / ¡Señor, solo tú bastas!