Tomar café todos los días en el mismo sitio, sin tener que pedirlo siquiera, provoca una agradable sensación de estabilidad.

Apenas has franqueado la puerta del establecimiento, el camarero pone sobre el mostrador una tacita de porcelana al tiempo que acerca tu periódico favorito y calienta leche en la cafetera sin necesidad de pregunta alguna.

Y es que la cotidianeidad, aun cuando está fuera de nuestra percepción por demasiado presente, domina nuestras vidas.

En mi caso, por ejemplo. De cinco a siete de la tarde es como si las dimensiones del mundo se ciñesen al camino entre mi domicilio y el bar donde suelo jugar una partida de cartas. El corto recorrido me convierte en espectador de la realidad como alguien que asistiera, una y otra vez, a la proyección de una película que él mismo protagonizara.

Los fotogramas se van sucediendo, a cada paso que doy, en el orden esperado. La gente, las calles, el paisaje. Bajo de mi casa en el ascensor, salgo a la calle, cruzo el paso de cebra, saludo al quiosquero, camino doscientos metros bordeando la estación de autobuses, dejo atrás Las Viñas, paso la autovía y, ya en Tres Cruces, giro a la izquierda y continúo en línea recta.

Durante años hice este trayecto mecánicamente. Simplemente me dejaba llevar conociendo de antemano las secuencias. Sabiendo con quién me habría de encontrar en cada esquina. Con quién en el semáforo o bajo los soportales de la avenida.

También en la cafetería. Amigos de toda la vida junto a gente educada, alegre y ruidosa. Tan familiar, esta última, como desconocida porque nunca la encuentro en otros lugares de la ciudad. Es como si agotara su existencia en ese par de horas. Como si todas esas personas, apenas abandonan el local, perdieran la realidad corpórea y se volvieran invisibles. Todo muy extraño, sin embargo, habitar ese espacio es confortable porque convierte mi entorno en un mundo de certezas.

No sé qué hora es. Debe ser muy tarde. Lo sé porque acaba de activarse el piloto automático y una fuerza inexplicable me impulsa a cerrar el ordenador. A partir de este momento todo sucederá secuencialmente.

Levantarme de la silla y abandonar la habitación. Acceder al dormitorio, ponerme el pijama, entrar en el baño, limpiarme los dientes, lavarme la cara, salir del baño, acostarme, leer diez minutos y apagar la luz.

Fotograma a fotograma, una vez más. Es tal mi dependencia de este mecanismo biológico que, si algún día se estropeara, resultaría difícil la adaptación a la realidad.

Definitivamente, la monotonía me aporta seguridad y reconforta.