Durante la Edad Media se produce un cambio en la concepción del Cuerpo de Cristo clavado en la Cruz. A lo largo de los diez primeros siglos se evita la representación de un ser sufriente, doliente («vir dolorum»). Por medio de su muerte Jesús había salvado el mundo. Su sufrimiento había de entenderse a la luz de la Resurrección y hasta cuando aparecía clavado en el leño sometido a los más degradantes ultrajes su expresión no dejaba de revestir un aire triunfal.

Sin embargo, poco a poco, se va haciendo hincapié, gracias al influjo de figuras de capital importancia como Bernardo de Claraval y san Francisco de Asís, en la humanidad del Mesías, en la consideración de que sus sufrimientos en la Pasión en nada difieren de los que hubiera podido experimentar cualquier mortal, por lo que se incrementa la devoción hacia el Cristo hombre, lo que generará dos actitudes en los creyentes: una penitencial, que provocará una acentuación del sentimiento de culpa y de la búsqueda del arrepentimiento de los pecados que han ocasionado semejantes dolores en el Salvador, y otra amorosa («No me mueve, mi Dios, para quererte...») que lleva al cristiano a identificarse con el Dios que ha consentido en hacerse carne vulnerada y doliente para redimir a sus hijos.

No es de extrañar, pues, que menudeen en nuestro idioma expresiones vinculadas a la Semana Santa que apunten hacia la idea de mortificación. Así, en nuestro Siglos de Oro era común la locución disciplinantes de sangre, que aludía a los penitentes que recorrían las calles magullándose las espaldas desnudas con el azote o disciplina, aunque no siempre su conducta era dictada por una sincera contrición, sino por el afán de galantear a alguna damisela representando a las mil maravillas con sus carnes tumefactas el ideal del mártir de amor expuesto machaconamente por los seguidores del amor cortés, esos caballeretes que suplantaban al propio Dios por su amada, que se declaraban melibeos en lugar de cristianos, según decía a voz en cuello el tan torpe como poco discreto saltaparedes de Calisto.

Pero, sin remontarnos a épocas tan pretéritas, en el castellano actual siguen en pleno vigor vocablos conectados con la Pasión que hacen referencia al dolor o a la burla zahiriente y cruel. Así, hace un par de veranos, en virtud de una restauración benévola, aunque fallida, de un cuadro del pueblo zaragozano de Borja era raro el día en que no saliera en los Medios la palabra «eccehomo», que es una curiosa sustantivación de las palabras que pronunció Poncio Pilatos («he aquí el hombre») al presentar a la multitud sedienta de sangre a Jesucristo, después de haber sido vilmente flagelado y coronado de espinas, por lo que el término en castellano se usa para referirse a alguien maltrecho y lleno de heridas. Y ya que ha salido a la palestra el gobernador de Roma en Judea, Poncio Pilatos, también disponemos en nuestro léxico de la frase hecha «lavarse las manos» para referirnos al que no se implica, al que no toma partido, aunque por omisión pueda cometer una tremenda injusticia.

Ahora bien, volvamos a la senda de la aflicción, porque sin duda las vírgenes con el corazón traspasado por penas como puñales, el Nazareno arriñonado por el peso de la Cruz, el descendimiento del Mesías desmadejado y exangüe por los musculados brazos de los sayones, la cara lívida del Salvador encerrado en la urna de cristal... están impresos en el fondo de nuestra alma, por mor de sus evocaciones en sermones piadosos o por su presencia en lienzos y tallas repetidos en todo el orbe católico.

«Traer por la calle de la Amargura», «pasar un viacrucis» o «un calvario» sin duda reflejan esta impronta que nos ha dejado la Pasión de Cristo como arquetipo de las máxima penas y congojas. Así como la locución «para más inri» con la acepción de «para colmo» con toda seguridad proviene de la placa que se mandó poner en la Cruz («Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum»), que era como el remate de la befa cruenta que los soldados romanos habían iniciado con el Mesías al ponerle una corona, una túnica púrpura y un burlesco cetro de caña: símbolos del poder que en absoluto cuadraban con un hombre ya convertido en guiñapo sanguinolento.

Incluso personajes que se relacionan con Jesucristo en sus últimos días han pasado al lenguaje familiar directamente o sirviendo como base a nuevas palabras. Tal es lo que acontece con Verónica, la mujer que enjugó el rostro al Nazareno con un paño, donde se grabó su divina efigie, de modo que, al ser representada en los pasos con la tela extendida, sujetada de sus extremos por ambas manos, ha servido para nombrar uno de los lances fundamentales del toreo, consistente en citar al toro con el rosado percal desplegado.

También decimos, por ejemplo, «llegar hecho un cirineo» como equivalente a llegar manchado o con las ropas maltrechas en alusión a Simón de Cirene, un hombre humilde que ayudó al Salvador a llevar el madero a cuestas hasta la cima del Gólgota, y en recuerdo del Iscariote se sigue afirmando que es un judas el que traiciona alevosamente, así como se usa el sustantivo «barrabasada» como sinónimo de jugarreta o felonía, en remembranza del peligroso delincuente (Barrabás) que liberó Pilatos siguiendo una tradición existente en la Pascua judía.

Sin embargo, no todas las expresiones ligadas a la Semana Santa denotan dolor. Por ejemplo, la locución «de Pascuas a Ramos» se utiliza simplemente para indicar que algo se produce muy de tarde en tarde, ya que de Pascua Florida al siguiente Domingo de Ramos hay una distancia de aproximadamente un año.

Y al fin al cabo, la Semana Santa está situada al inicio del equinoccio primaveral, cuando los campos reverdecen, los árboles se cuajan de yemas y pimpollos, y las semillas, que se han podrido bajo tierra, parecen resucitar como el Mesías para que las nuevas plantas tomen el relevo de las desaparecidas con pujanza renovada.

Don Antonio Machado, en unos versos archiconocidos, consideraba que había que trascender a ese Jesús congelado en el instante de la agonía y parar mientes en el que anduvo en el mar, es decir, en el que se sobrepuso a la muerte, ese mar inmenso en el que se confunden las aguas de los ríos, según Jorge Manrique. Y de hecho, desde la Edad Media existía la tradición denominada del Risus Paschalis, una manifestación de la alegría de la Resurrección consistente en que en la misa de Pascua, para provocar la risa en los fieles, se imitaban ruidos de animales y hasta el propio sacerdote contaba chascarrillos obscenos o hacía gestos de inequívocas connotaciones sexuales, y no olvidemos que una de las primeras muestras del teatro del Medioevo eran unas piezas muy sencillas escritas todavía en latín, los tropos, en que aparecían los discípulos dirigiéndose hacia el sepulcro en busca del Nazareno y el ángel salía al encuentro anunciándoles que había resucitado.

Y es que hasta engolfados en el más hondo piélago de la consternación y la tristeza, en parte impuestas por el luto oficial, umbríos por la pena de las luces apagadas y del silencio de las campanas, no era posible prohibir el alboroto que se abría paso en ceremonias como el antiguo oficio de tinieblas, cuando, al ocultar tras el altar la última vela del tenebrario, estallaba el estruendo de matracas y carracas y se empujaban unos fieles a otros con indisimulado regocijo con el pretexto de simbolizar el estremecimiento de los cielos y la tierra a que dio lugar la muerte del Mesías.

¡Época de penas y aleluyas la de la Semana Santa, de olores indelebles a incienso y a cera derretida, de sonidos inolvidables de cornetas con sordina, de tambores destemplados y de esquilones que anuncian el paso procesional de los penitentes!