Dos excepcionales poetas, Federico García Lorca y Miguel Hernández, andan por los papeles de tanto en tanto: el primero por la ubicación de sus huesos; el segundo por la conmemoración del inminente centenario de su nacimiento, en 2010. Soy admirador de sus poemas y me gustaría que se promoviera sobre todo la lectura de sus versos, que es la mejor manera de respetar y de conmemorar a los poetas.

Por fortuna, me he mantenido siempre al margen de las trincheras y he leído desde muy joven a Hernández, a Machado, a Lorca y a León Felipe por la belleza de sus versos. Por la misma razón que he leído a Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Luis Rosales, Claudio Rodríguez, Jorge Guillén... Todos los poetas tienen poemas muy buenos y no tanto, incluso algunos medianos y otros detestables.

Hace algunos años entrevisté a Derek Walcott, el poeta antillano de Santa Lucía, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1992. Como es mestizo —su padre es inglés y su madre negra—, le pregunté qué le parecían los versos de Nicolás Guillén, el poeta negro cubano de los sanes. Confieso que me habían fascinado algunos poemas de «Sóngoro Cosongo» y de «El son entero». Walcott me contestó: «El mejor Guillén es el de ustedes». Se refería, lógicamente, al vallisoletano Jorge Guillén, el autor de «Cántico». Me comentó que admiraba la poesía de San Juan de la Cruz.

A un poeta como Derek Walcott, vigoroso y deslumbrador como su admirado poeta y amigo Joseph Brodsky, le traían al pairo las vicisitudes y los progresismos al uso. A los poetas le justifican sus versos y no sus circunstancias. Algo similar me comentó José María de Cossío cuando era presidente del Ateneo de Madrid. Este hombre bonachón, afable y pródigo, dio trabajo a Miguel Hernández cuando empezó a redactar la gran obra de los toros, en 1934. Y lo hizo sobre todo para que el poeta de Orihuela pudiera llevarse algo de comida a la boca en un Madrid arisco. Me lo volvió a confirmar en su casona de Tudanca, donde guardaba, entre joyas bibliográficas como el manuscrito de «La familia de Pascual Duarte», un cuaderno azul y rayado, de Camilo José Cela.

La osamenta, las arterias y la sangre de García Lorca siguen inundando sus versos y sus obras de teatro. En ellos es donde impera la mejor memoria. El primer centenario del nacimiento de Miguel Hernández hay que festejado principalmente releyendo sus poemas y no reducido a sus arengas en el frente republicano, ni a su fallecimiento en la cárcel de Alicante. Es bien sabido que fue juzgado y sentenciado a muerte en marzo 1940, pena que se le conmutó por la de 30 años de cárcel, gracias a la inteligente mediación de José María de Cossío, que se entrevistó con el ministro del Ejército, el general José Enrique Varela, para que no se repitiera la torpeza y la infamia de ejecutar a un poeta. Había que ser muy ingenuo, de todos modos, para no saber que Miguel Hernández padecía una salud quebradiza, que devino en tuberculosis irreversible. De hecho, murió en marzo de 1942, con 31 años.

Causa mucha pena que todavía hoy, a los 71 años de la muerte de García Lorca y a los 65 de la muerte de Miguel Hernández, se sigan alentando rifirrafes políticos y familiares para intentar usar sus nombres como armas arrojadizas. Nadie pone en tela de juicio que fueron víctimas causadas, sobre todo García Lorca, por un odio insensato. El poeta granadino de Fuente Vaqueros ni siquiera fue juzgado; fue vilmente asesinado, con nocturnidad y alevosía. Me parece muy bien que sus restos sean hallados y exhumados, para que sean enterrados con la dignidad que se merecen. En eso andan en una fosa común de Alfacar, pese a la reticencia de la familia.

Uno, insisto, que por suerte no fue educado en el odio a nadie, a pesar de haber nacido cuatro años después de acabada la guerra civil, conoció ya en el bachillerato —debo subrayar que fue en un seminario de dominicos— los nombres de Lorca y Hernández, junto a los de Juan Ramón Jiménez, Unamuno y Gerardo Diego. Es verdad que ninguna obra de estos autores, ni de otros muchos, caían en nuestras manos; pero algunos nos las ingeniábamos para leerlas, ya que nos habían abierto el apetito en las clases de Literatura. También es verdad que algunos estudiantes fuimos duramente reprendidos por tener un libro tan inocente como «La venganza de Don Mendo», del también asesinado —en Paracuellos del Jarama— Pedro Muñoz Seca, abuelo del escritor y columnista Alfonso Ussía, cuyo nombre completo es Ildefonso María Ciríaco Ussía Muñoz Seca.

Creo que debemos respetar a todos nuestros poetas, que son muchos. Es probable que no haya en ningún país del mundo tantos poetas de tanto nivel, desde el Arcipreste de Hita, hasta Claudio Rodríguez. Algunos son injustamente olvidados, como Calderón de la Barca —muy admirado y estudiado en Alemania— o Gerardo Diego. Otros gozan del prestigio que se merecen, desde Góngora hasta José Hierro. Y algunos han sido canallescamente vilipendiados, como es el caso de Dámaso Alonso y Gerardo Diego por un poeta como Pablo Neruda en un poema titulado «A Miguel Hernández, asesinado en los presidios de España». Dice el poeta chileno: «Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre / en sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos / de perra, silenciosos cómplices del verdugo...». Estos versos crueles aparecen en el Canto general poco antes de ensalzar Neruda, en el mismo poema, a Mao y a Stalin. Pablo Neruda da rienda suelta a su beligerancia comunista, a partir de la cual ensalza o condena a los poetas, según estén o no en su checa ideológica. Este reduccionismo no sólo es intolerable, sino que, además, presta un flaco servicio a la cultura. Nosotros no debemos caer en estas insidiosas simplezas.