Cosas ficticias

Ak-47

El fusil de asalto Ak-47

El fusil de asalto Ak-47 / L. O. Z.

Juan Antonio Gil

El experto fue contundente. “No hay mejor forma de remediar un ardor de estómago que tomar aceitunas con cierta regularidad y tragarse los huesos. Primero alivian y luego desaparece la quemazón”. El programa televisivo era de los de más audiencia matinal. F. lo seguía con cierta asiduidad siempre que el descanso del café se lo permitía, y tenía a gala elegir bien y no dejarse engañar por charlatanes ocasionales o pretenciosos especialistas. Presumía de saber informarse, de conocer quién era una autoridad en cada materia, y cuál la televisión más sería y veraz. Por eso, si en el bar había otro canal pedía que pusieran su preferido.

El consejo del doctor, un reputado cirujano, resultó aquella mañana una clarividente epifanía. Hacía tiempo que padecía un fuego esofágico que le malhumoraba continuamente y el remedio prometía. “Quiero que compres aceitunas con hueso. Cuanto más grandes mejor”, le dijo a su esposa. La mujer actuó diligente sin cuestionar el recado y se fue a una tienda donde había visto enormes botes de aceitunas verdosas, ovaladas y tersamente refulgentes, apelotonadas en el amniótico líquido del encurtido, como extraños planetas flotantes en una galaxia ectoplasmática. Parecía el producto idóneo. Impaciente, aquella misma noche F. descarnó primero y se tragó después unos cuantos titos de aquellas enormes olivas. Las píldoras biológicas rodaron por el tubo esofágico. “Son auténticos huesos de santo”, pensó sonriéndose la gracia.

A los pocos días F. comenzó a sentirse mejor. El incendio que le abrasaba se fue extinguiendo a medida que aquellos meteoritos descarnados se deslizaban mondos y lirondos por su entramado intestinal, aplacando la candente molestia y el cabreo. En pocos días se tornó más sociable. Regresó al bar a la hora del aperitivo y pidió aceitunas con hueso con el vermú mientras descubría a sus colegas de barra la panacea de sus males. Tan incrédulo como comprensivo, al principio el auditorio celebró el remedio y el dueño del bar comenzó a tenerle preparado un platillo de brillantes olivas. F. entró en un estado de extroversión directamente proporcional a su mejoría, que describía raudo refiriendo el remedio mágico a cualquiera que le prestara oídos. Así comenzaron las bromas. “Te aliviarán el esófago, pero cuando tengas que desalojar serás como una ametralladora, ¿no?”, inquirió un parroquiano. La chanza llamó a risa primero, cobró tono burlesco después -tal es la afición patria al choteo-, y con el tiempo devino en mote cruel. “Aquí está el mortífero AK-47”, anticipó un colega de barra aficionado a las películas bélicas del duro Clint Eastwood. Así que cuando los parroquianos le veían llegar esquinaban la sonrisa y F. pasó a ser conocido con el nombre del fusil de asalto de Kalashnikov.

Lo cierto es que, aunque al cabo del tiempo había dejado de tener aquellos insoportables ardores, F. comenzó a sentirse especialmente hinchado y el mal humor regresó en forma de dispepsia, de dolores en el bajo vientre, y de severas dificultades evacuatorias. Dejó de ir al bar disuadido por su requemor, pero continuó tragándose los huesos de las aceitunas convencido de sus inmarcesibles y milagrosos efectos.

Colapsó una noche. Adormilado por los calmantes y tras percibir como en un sueño un tiovivo azulado de luz, el zumbido brillante de la sirena de la ambulancia y el frenético y horizontal viaje por los pasillos penumbrosos del hospital, creyó reconocer el rostro del dilecto cirujano que había tenido por oráculo al traspasar las puertas del quirófano. Bajo el resplandor amarillento de un cúmulo de cristalizados globos oculares acertó a escuchar: ¡Tiene el estómago lleno de huesos de aceitunas! ¡A qué predicador televisivo habrá hecho caso este hombre! Luego se sumió en la inconsciencia absoluta.

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