Santiago García Calles tenía 26 años cuando el autobús de Vigo se precipitó en el Órbigo. Era secretario del gobernador civil, Joaquín Argote. Lo que vio en Santa Cristina de la Polvorosa transformó su vida, dedicada durante más de treinta años a la dirección de Protección Civil en Zamora, cargo que le ha valido la Medalla al mérito del cuerpo. Aquel 10 de abril de 1979, al cuarto de hora de recibir la llamada de la Guardia Civil, Santiago García y el gobernador están ya en la orilla del río.

-¿Qué panorama se encuentran allí?

-Una enorme desorganización. En aquel momento tomé la decisión de que, mientras yo pudiera, aquello no volvería a ocurrir en la provincia. Hay que tener en cuenta la fecha: un Martes Santo con la gente de vacaciones y a las cuatro de la tarde. El gobernador ya se iba a marchar para Madrid y yo ni siquiera había ido a comer porque le estaba preparando material para varias visitas.

-Desde el principio, ¿son conscientes de la tragedia?

-Sí... Desde que atendemos la llamada de la Guardia Civil. Aquello es tremendo, sabemos que sólo se han salvado diez niños y, cuando llegamos, lo primero que vemos es que hay que sacar al sargento de la Benemérita del agua con principio de congelación en las piernas.

-¿Cuál es el estado de ánimo de los familiares?

-Los primeros momentos son caóticos. Los familiares preguntan por los niños e incluso se da el caso de que un padre me dice que viene a recoger a su niña porque había escuchado en la radio que estaba viva. Reviso la lista, pero su nombre no aparece...

-¿Quién tiene que dar la cara? Usted fue uno de ellos...

-En la mayor parte de los casos soy yo quien tiene que dar la cara. El gobernador ya se había ido a la zona del río para comenzar a organizar las tareas de salvamento.

-¿Y qué hacen con los padres?

-No paraban de llegar familiares y los agrupamos en distintos hoteles de Benavente. A uno de ellos -padre de uno de los niños y empleado de una entidad bancaria de Vigo- le pido que me haga una ficha con datos de los niños: color de pelo, pantalones que vestían, camisa, jersey… y también alguna foto. Su trabajo durante tres o cuatro días sirvió muchísimo a la Policía Judicial y a los forenses, porque era muy complicado distinguir si los chicos que se sacaban del río eran niño o niña: salían con la cara dañada y la nariz desprendida por la erosión del agua y las piedras.

-Y por delante la tarea de identificarlos...

-Fueron momentos muy duros, con padres que llegaban a las manos por un cuerpo, porque ambos decían que aquél era su hijo. A partir de entonces, tomamos la determinación de que no podíamos cometer el más mínimo error antes de entregar el cuerpo a los familiares.

-¿Recuerda a algún familiar en particular?

-Recuerdo al matrimonio que recibí y que venía a buscar a su hija. Cuando les digo que no estaba viva, el padre intenta agredirme ante la protección de un policía municipal. A la semana, me llamó para pedirme disculpas, pero ese momento ya se me había quedado grabado.

-¿Qué teoría sobre el accidente ha fabricado en su interior?

-Se habló de exceso de velocidad, de distracción... Lo que sí es cierto es que cuando llegué al lugar, vi un vendaval impresionante. Si entras lanzado en el puente, con la altura que tiene el autobús, el vehículo se te va de las manos. Los restos de pintura en la calzada muestran los bandazos que dio el autocar hasta el punto de subirse en el bordillo y tener que dar un volantazo en el sentido contrario que al final le lleva a precipitarse hacia el río...

-¿Qué fotografía mental tiene grabada del rescate del autobús?

-Lo primero que me viene a la mente es que había mucha gente en la zona. De ahí que dijera a los buceadores que envolvieran el autobús en una red para que no se desprendiera ningún cadáver de los que estaban en el interior del vehículo. Me daba igual el tiempo que tardaran, porque lo que me preocupaba es que la gente no tuviera acceso y que pudiéramos llevar los cuerpos al hospital. Finalmente todos, incluso el presidente de la Diputación, Ricardo Gómez Sandoval, se implicaron en el rescate de los niños.

-¿Cómo reaccionan los padres?

-No querían moverse de la orilla hasta que no aparecieran los cuerpos. El nerviosismo de los primeros días va pasando y los familiares colaboran con nosotros porque lo que desean es tener a sus hijos para poder volver a su tierra. Nunca se me olvidará la actitud de una madre que venía a verme todos los días, me agradecía el esfuerzo y me daba un beso. Curiosamente, su hijo fue el último en aparecer.

-¿Cuál es la actitud del dispositivo de salvamento? ¿Alguien llega a derrumbarse?

-Para todos fue muy duro. Quien te habla se echa a llorar después de ver a un padre. Los buceadores, los bomberos de Barcelona... Todos son gente valiente, que iniciaba el día con la máxima voluntad de encontrar los niños que quedaban en el río. Por la tarde, terminada la jornada, se venían abajo y aparecían las lágrimas.

-¿Ha vuelto al Órbigo desde aquello?

-Me ha tocado regresar muchas veces, pero no por gusto, porque cuando el Órbigo se hincha, siempre ocasiona daños.

-Han pasado 32 años, pero ¿le parece que fue ayer?

-En parte sí, pero la memoria te dice que no fue ayer.

-En esa memoria, ¿tiene aún alguna puerta sin cerrar, algo pendiente?

-Siempre quedan cosas y seguirán quedando. Guardo todavía la sensación de vacío fue aquellos comienzos. Hoy no pasaría lo mismo. Hay un teléfono, el 112, al que llamas y te ayudan. También está la Guardia Civil, la Policía, Protección Civil, Cruz Roja... Entonces teníamos un desconocimiento total de todo, ni siquiera sabíamos cuál era la presa más cercana. Llegas a oír de todo, como quien propuso hacer una presa ante el río para dejar aquello seco y sacar los cadáveres...

-¿El tiempo lo cura todo?

-Cura bastante, pero todo no. He estado muchos años soñando que ayudaba a los buceadores a sacar a los niños, aunque nunca llegué a hacer esa tarea en el río. Tengo grabadas todas esas caras y todavía hoy tengo muy presentes las más desfiguradas. No he podido olvidarlas.