El papa Francisco ha ido a Fátima, en el centenario de las apariciones, para ensalzar lo pequeño. A nosotros nos han distraído con el tema de los secretos, porque siempre ha tenido mucho morbo lo aderezado con la liturgia del sigilo; pero, a mi modo de ver, el secreto más profundo es la grandeza de la sencillez y de lo pobre, que encarnan los populares "tres pastorcillos".

Tengo muy grabada en la memoria una frase que oí, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, a un mozo de mi pueblo que se las daba de ingenioso: "La Virgen siempre se aparece a los niños y a los pastores". No sé si la frase era suya o si la leyó o escuchó en algún sitio. En el caso de las apariciones en Cova de Iria, cerca de Fátima, Lucía dos Santos, Jacinta y Antonio Marto no solo eran niños, sino también pastores.

No voy a entrar en la veracidad o no de las apariciones de la Virgen, que, según los testimonios a lo largo de la historia, no solo se ha aparecido a niños y pastores. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia. Lo que puedo subrayar es que el eje del cristianismo se fragua a través de un puñado de rudos pescadores y no con la intelectualidad religiosa en la época del hijo de un humilde carpintero, que fue concebido por obra y gracia de Espíritu Santo, nacido de María Virgen, según confesamos en el Credo. Se puede creer o no, pero esa es la base de la doctrina cristiana. En los Evangelios hay reiteradas alusiones a los niños como predilectos del Señor, no por ser unos párvulos ingenuos, sino por su sencillez. En una sociedad judía eminentemente rural, como en la que vivió Cristo, no podían tampoco faltar parábolas de ovejas y pastores, más comprensibles para la gente sencilla que las elucubraciones de los rabinos.

La fe ha tenido siempre un buen caldo de cultivo entre los sencillos, los pobres y los marginados, predilectos de Dios no para que vivan resignadamente su situación -como se propagó hasta no hace mucho tiempo-, sino para que comprendan que tienen derecho a una vida más digna y mejor. Carentes de casi todo, al sentirse queridos por Dios tienen la certeza de que son mucho más que unos parias irredentos.

La invitación a hacerse como niños para entrar en el Reino de los cielos es un alegato contra los soberbios y engreídos, los listos de profesión que tergiversan hasta lo más sagrado para dominar al prójimo y medrar. Niños no como incautos ni lerdos, sino como capaces de aprender sin retorcimientos, ni salvedades.

La fascinación que en el poeta Claudio Rodríguez suscitaron los juegos de corro no era porque le atrajera el folclore infantil, en buena parte legítimo, sino porque veía en la niñez la honda verdad del ser humano y la proximidad del pueblo que le hacía sentirse un vecino más. En su "Oda a la niñez" reitera: "Todo es infancia".

Ya sé que el asunto de las apariciones hay que tratarlas con mucho tiento. Ni pongo ni quito Fátima. Solo reitero mi punto de vista: que la Virgen se apareciera hace cien años a los niños y a los pastores en un pueblecito portugués y no a los catedráticos de la Universidad de Coimbra, cuyas aulas eran testimonio de seiscientos años de probada sabiduría, fue un gesto de amoroso afecto a la sencillez y a lo pobre.