Lo lamento, amigos: Angela Merkel no caerá por su defensa de las políticas de austeridad, ni por forzar recortes a los países del Sur, ni por encogerse de hombros ante el sufrimiento de los griegos y otros pueblos que han sufrido su política económica restrictiva.

La canciller alemana tampoco caerá por haber firmado un pacto con Turquía, ni por cerrar los ojos ante la falta de democracia en ese país, cercano al más rancio autoritarismo, que bombardea a los suyos y asalta las sedes de los periódicos de la oposición.

Lo que hará caer a Angela Merkel es su peregrina idea de que en una Europa con quinientos millones de habitantes hay sitio para tres o cuatro millones más. Lo que la hará caer será su política de puertas abiertas intentando lavar la imagen de una Alemania calculadora e impasible. Ni se lo perdonan los suyos, que la han castigado recientemente en las elecciones regionales, ni se lo perdonan los otros líderes europeos, que antes callaban ante sus presiones económicas pero ya no callan ante la posibilidad de acoger a diez, veinte, treinta mil sirios, mientras Alemania lleva acogidos más de un millón.

En esta ocasión le faltó olfato. Cuando los británicos exigieron reservarse la posibilidad de una enorme patada en el trasero a los inmigrantes que llegasen a la pérfida Albion, Merkel debió comprender que el signo de los tiempos había cambiado. Nadie supera a los ingleses en el arte de prever las tormentas, y este aviso fue palmario.

Pero no lo entendió o no quiso entenderlo, seguramente porque estaba más preocupada por ganar el Premio Nobel de la paz que por gobernar su país. No comprendió que bajo la capa de tolerancia bonachona, Europa alberga aún la vieja determinación de gobernarse a sí misma, mantener una cultura propia y enfrentarse a ese preludio de rendición al que llaman mentalidad cosmopolita. Se lo toleraron todo, menos ser buena. Nunca pudo imaginarse algo así.