Estamos ligados al mar, y cuando volvemos a él, sea para navegar o para mirarlo, volvemos a nuestros orígenes". La frase es de John F. Kennedy, el todavía hoy recordado presidente de Estados Unidos. Mirarlo, embravecido o en clama produce una paz inmensa. Surcarlo ya es otra cosa, sobre todo si el mar se riza y amenaza marejada. En ese mar han navegado y navegan infinidad de refugiados que, lejos de volver a sus orígenes han dejado la vida en prenda por un suspiro de libertad.

Sostenía Joseph Conrad que "el mar nunca ha sido amigable para el hombre. Siempre ha sido cómplice de la inquietud humana". En otro tiempo, para que el mundo conocido conquistase el mundo por conocer. Ahora, porque el mar sigue mostrando su peor cara cada vez que la crónica de sucesos nos habla del naufragio de una nueva patera, de una lancha hinchable, de cualquier artilugio que sirva para navegar, aunque sea en precario, tal y como hacen los argonautas del siglo XXI. Gentes que creen que el vellocino de oro los espera en Alemania.

Sudarán sal y sangre hasta hacer realidad sus sueños. Quién sabe si tendrán que pasar algunas generaciones hasta conseguir materializarlos, pero el mar nunca será amigable con ellos. Siempre se interpondrá el recuerdo de una travesía dura y en tantos casos imposible para personas que no tenían nada que ganar y sí mucho que perder, el bien más preciado: la vida. El mar ha sido cómplice de los navegantes, de los que hicieron historia, de los que convirtieron la mar océana en un campo de batalla mecido por las olas. Pero solo de los victoriosos. El peaje de los perdedores guarda su secreto en el fondo del mar.

El hombre tampoco ha sido muy consecuente con el mar. Le ha arrebatado espacio, ha comido de su generosidad, ha profundizado en sus aguas hasta sacarle toda la riqueza posible, y en las guerras, ¡malditas guerras!, lo ha sembrado de cadáveres y de chatarra. El fondo del mar es la tumba colectiva más grande de la historia de la humanidad. Pero no es el mar directamente culpable. El mar es dulce y hermoso, aseguraba Ernest Hemingway, "pero puede ser cruel". Y ejerce esa crueldad a veces de forma desaforada, levantándose en olas gigantescas que cabalgan rumbo a la costa para recuperar lo que un día le fue arrebatado o engullendo todo lo que osa ocupar ese espacio que hemos creído nuestro obrando en consecuencia de forma desafortunada.

El mar no tiene generosidad, han repetido hasta la saciedad miles de autores. Y lo ha vuelto a demostrar estos días pasados. Aunque también es verdad que podemos dar cuenta de la llegada de alguna patera a nuestras costas. Las menos. Sin embargo el hombre no tiene miedo de la voracidad del mar, de su enfado. Cuando al hombre le roban la libertad e intentan que pague con su vida el más alto tributo que cualquier persona puede pagar, el hombre utiliza el mar como vía de escape. Aunque no queramos reconocerlo, estamos ligados al mar, aunque todavía debamos aprender a navegar, sobre todo cuando soplen vientos fuertes.