Sostiene el presidente Mariano Rajoy que no hay comparación posible entre las demandas de independencia de Escocia y Cataluña; y no es que le falte razón. A diferencia del español, el Gobierno británico ha concedido a los escoceses el derecho de votar el próximo año en referéndum sobre su voluntad de permanecer en el Reino Unido o constituir un Estado propio: una opción con la que, de momento, no pueden siquiera soñar los catalanes.

Existen más desigualdades, naturalmente. Escocia fue un Estado independiente hasta hace poco más de tres siglos, cuando firmó el acta de unión que dio origen al Reino de Gran Bretaña. Cataluña no goza de esos títulos históricos, aunque a cambio cuente con la más contemporánea ayuda de la estadística. Un 54,7 % de los ciudadanos del viejo Condado de Barcelona votarían a favor de la independencia catalana si se les preguntase sobre sus deseos de permanecer o no en el Estado al que pertenecen, de acuerdo con los sondeos.

Por el contrario, son tan solo un 30 % los escoceses que, a día de hoy, votarían a favor de la separación de su país, si hemos de creer a la última encuesta recién difundida. Curiosamente, es mayor el porcentaje de ingleses partidarios de la independencia de Escocia que el de las gentes de falda y clan dispuestas a apoyar esa segregación.

Tanto en uno como en otro caso estamos hablando de meras encuestas, naturalmente; pero tampoco hay por qué desdeñar su validez. Más que los avatares de la Historia, lo que de verdad importa son los asuntos del presente, a los que tan poca importancia concede el presidente Rajoy cuando afirma que Escocia y Cataluña son dos cuestiones distintas y, desde luego, distantes. Alega Rajoy como principal argumento que España es la nación más antigua de Europa: y ahí se le descubre su condición de registrador de la propiedad que cifra en trienios y quinquenios los derechos de un funcionario -o de un Estado- a consolidar la plaza. Efectivamente, la veteranía era un grado en la mili; pero ni el servicio militar ni el patriotismo son ya obligatorios.

Bien lo saben los escoceses que, a pesar de su dilatada historia de soberanía, prefieren fundar en la actualidad sus demandas de independencia.

Como a menudo ocurre con los asuntos patrióticos, fue una superproducción cinematográfica americana dirigida y protagonizada por el australiano Mel Gibson la que hace cosa de quince años levantó el hasta entonces desfallecido espíritu nacionalista de Escocia.

Casualidad o no, los escoceses lograron la «devolución» de su Parlamento y un estatus de autonomía tan solo cuatro años después del estreno de «Braveheart», el filme que ensalzaba las hazañas de William Wallace, héroe de la lucha contra los ingleses allá por el lejano siglo XIV. A ese empuje de Hollywood hay que sumar, desde luego, el descubrimiento de pozos de petróleo en el mar próximo a las costas de Escocia, que tanto contribuyó a despertar las apetencias de soberanía de la población.

Aun así, la combinación de petróleo y heroísmo cinematográfico solo ha conseguido seducir a un tercio de los votantes de Escocia, en chocante comparación con el 54 % de los catalanes que, según las encuestas, se inclinarían por la independencia de su territorio. Quizá no le falten motivos a Rajoy para afirmar que uno y otro caso son del todo distintos.