Hay declaraciones que son muy difíciles de entender si no fuera por desconocimiento, ineptitud, torpeza o por la extendida sensación de impunidad por las que campa la ilegalidad y la corrupción en España.

Si en una administración pública (pongamos un ayuntamiento) un funcionario público (por ejemplo un interventor) cree detectar una ilegalidad (digamos una colusión en las ofertas de un concurso público) por lo que traslada dicha sospecha al organismo correspondiente (tal como la Comisión Nacional de la Competencia) lo lógico y normal sería que el representante político responsable (concejal del área correspondiente) estuviera orgulloso por el celo del funcionario que tan bien vela por el interés público que no es otro que el de la propia administración y el de los ciudadanos. ¿O no?

La sospecha que el interventor municipal cursa en este ejemplo es que las empresas habían actuado con una coordinación de ofertas, como un cártel, en lo que internacionalmente se llama «bid rigging», que en todas partes cuecen habas. Los estudios internacionales sobre este fraude a las administraciones estiman una media de sobrecoste para las administraciones por encima del 20% y hasta aquí no estamos hablando de corrupción política sino empresarial. Es curioso que mientras en los países de nuestro entorno ha existido una gran actividad sancionadora de conductas restrictivas de la competencia no ha ocurrido lo mismo en nuestro país. Algo no debía cuadrar en las instituciones europeas que por fin la Comisión Nacional de la Competencia en febrero de este año elaboró una Guía sobre Contratación Pública y Competencia que da pautas para prevenir y detectar este tipo de fraude tan extendido. Puede que el interventor de nuestra historia haya actuado influido por dicha publicación.

Hasta este punto todo parece indicar que al menos por esta vez la administración ha funcionado correctamente. Existe una sospecha y se traslada al organismo correspondiente. Pero qué ocurre si el concejal sale ante los medios defendiendo la adjudicación porque esta ha sido a empresas locales por razones de proporcionar empleo a «los ciudadanos de aquí». Pues ocurre que todo huele muy mal. Ahí surgen muchos temas: la deslegitimación por los políticos de las actuaciones de los funcionarios; la paulatina relajación de medidas de control y fiscalización que sistemáticamente se ha venido realizando; las extrañas defensas de intereses particulares frente al interés general; el desconocimiento de las leyes y el alarde del mismo; la sospecha de la existencia de un sistema de concertaciones políticas con las empresas; el siempre tramposo uso de la cortina identitaria; las fatales consecuencias en el desarrollo económico local de ciertas prácticas; la falacia de la defensa del empleo; el sistema clientelar; ... En definitiva, causas y efectos de políticas reaccionarias que a su vez ocasionan subdesarrollo económico y falta de prosperidad.

Unión Progreso y Democracia, a través de su diputada nacional Rosa Díez, ha presentado distintas iniciativas para combatir este tipo de lacras, nuestros representantes en otras instituciones están en lo mismo en sus respectivos ámbitos, nuestros programas recogen y recogerán medidas concretas de reformas de todo tipo para fomentar la transparencia, la lucha contra la corrupción y la mejora de la calidad democrática (a su disposición en nuestra página web www.upyd.es). Sin embargo, todo esto no interesa, ni a los dos grandes partidos antes nacionales ni a sus socios nacionalistas porque amenazaría el statu quo, esa estructura que tienen casi blindada del poder.

¿Esas medidas que propugnamos erradicarían la corrupción? No, pero la harían infinitamente mucho más difícil y gravosa para el que es pillado en falta. ¿Mejoraría la calidad democrática? Sí, de forma radical. ¿Favorecería el desarrollo económico? Sí, se eliminarían muchas ineficiencias y contribuiría a un fomentar un mayor dinamismo en la economía.

Hablando ya sin consideraciones partidistas, hay que volver a dignificar la acción política. La política es un servicio público que requiere ejemplaridad. Los políticos son unos miembros más de la sociedad en la que viven y nos guste o no también son un reflejo de ella. Es imprescindible que los ciudadanos seamos radicalmente exigentes con las malas prácticas políticas, se debe exigir a los políticos un plus de ejemplaridad en su vida pública (de nada nos serviría que fueran casi santos solo en su vida privada). Pero también los ciudadanos deben ser responsables y no quedarse en la queja estéril, deben actuar, implicarse y lograr mayores cauces de participación. Permanecer impasibles ante ciertas actitudes es complicidad. Los ciudadanos hemos de ser conscientes del gran poder que tenemos para cambiar las cosas, no caben excusas. Tenemos la obligación de intentarlo, es un imperativo ético.