Habitantes del desaparecido pueblo de Argusino, después de cuarenta y cinco años de ser forzosamente desterrados y dejar atrás a sus muertos, vuelven a depositar ramos de flores en el cementerio donde fueron enterrados y descansan los restos de sus padres, abuelos y otros seres queridos.

Lo hacen porque han visto resurgir el camposanto en el mar de agua que es el embalse de Almendra debido a los bajos niveles que registra en estas fechas. Un afloramiento de este enclave del pueblo que se da en contadas ocasiones. La última vez en el año 1981, pero entonces no despertó este sentimiento por no coincidir con fechas tan entrañables como la de hoy.

Cumplen así, tras casi medio siglo de no tener a donde llevar flores, o de depositarlas en cementerios dispersos sobre familiares última generación, con el Día de Todos los Santos; y lo hacen con seres que durante décadas no han tenido ni flores ni oraciones sobre sus tumbas, como las tienen la mayoría de los difuntos.

La familia Pardal, repartida por Villar del Buey, Valladolid, Madrid y Tarragona, entre otros puntos, ha visitado los pasados días en varias ocasiones el acuático cementerio.

Consuelo Pardal se ha acercado al escenario en cuatro ocasiones porque tiene familia enterrada allí. «Está Belarmina García Pascual, hermana de mi madre, que murió, de parto, a los 29 años dejando a una criatura con unas horas de vida. Además, se repitió la historia y también su hija Bella murió a los 28 años, y dejó a una niña de 18 meses».

Consuelo Pardal dejó la patria chica con 19 años. Al regresar estos días al cementerio y contemplar el panorama que aparece a la intemperie ha quedado embargada por la emoción y por los recuerdos. «Da mucha pena porque desapareció todo. Conocíamos lo que veíamos por los árboles. Ahora vemos el cementerio, un palomar derruido y dos casas». También ha llamado la atención a la gente la aparición de un suelo perfectamente empedrado, «que era una era donde se trillaba».

Evangelina García, residente en Valladolid, al saber de la situación se trasladó con la familia desde la capital del Pisuerga para cumplir, aunque sea unos días por adelantado, con la efemérides de Todos los Santos. «Lo vivimos con muchísima emoción. Yo no había estado nunca en el cementerio de Argusino porque he vivido en Guadalajara y nunca encontré el agua tan abajo. Hicimos una cruz donde está enterrada mi madre y colocamos las flores» expresa.

Reafirma que ha sentido «mucha emoción y mucha rabia», y destaca que «ha tenido sentimientos encontrados». Evangelina García señala que «mi madre había fallecido cuatro años antes de perderse el pueblo. Yo tenía diez años y tengo cincuenta y cinco. Recuerdo el pueblo perfectamente: calle por calle, donde jugaba, las casas de los familiares, la iglesia... Ha sido muy emocionante ver las piedras que dejé hace 45 años. Pero también afloró cierta rabia por la lejanía y por toda la gente que no he vuelto a ver. Con algunos compañeros de escuela no he vuelto a coincidir y nos les he vuelto a ver».

Es lo que pasa por una mujer que suele asistir a la romería de Santa Cruz que celebran los desterrados de Argusino, año tras año, en la ermita que han levantado en las inmediaciones del embalse de Almendra, y que les permite compartir una jornada de convivencia cargada de fraternidad, religiosidad y animación folclórica.

El camposanto de Argusino fue cubierto en el año 1967 con una capa de cincuenta centímetros de hormigón, tras echar todas sus cruces al suelo, que quedaron sepultadas bajo el manto de cemento. El gran sarcófago muestra estos días una decena de cruces construidas con las piedras de las destartaladas paredes del cementerio, tendidas sobre el suelo, algunas de ellas adornadas con ramos de frescas flores.

Emerge sobre el manto de agua y en un paisaje circundante de suelos desnudos, arenosos, pedregosos y de troncos de encinas también muertos, que han aguantado de pie.

También Glorialdo Peños se trasladó desde la dehesa de Pelazas para dejar flores sobre las cruces instaladas sobre tan extraño cementerio. Y es que en dicho camposanto reposan sus abuelos, por parte de madre, Benjamín Nieto y Baltasara Crespo, más los tíos José, Ladis y Jesús.

«En este rincón estaba el osario porque aquí la sepultura no eran de propiedad y era un pueblo muy grande. Se enterraba en línea y cuando llegaban al final empezaban para el otro lado», expresa Glorialdo, que no cesa de lanzar la mirada de un lado a otro porque todo lo que mira y ve le es conocido o le trae a la memoria la imagen del pueblo de la infancia.

No pasa desapercibido que la plancha de cemento que cubre el cementerio aparece resquebrajada por la acción erosiva del agua.

Glorialdo Peños trato de evitar la diáspora de los argusinejos e incluso pidió la intercesión del Obispo. Pero fue en balde. «No hay más remedio, hay que aceptar las cosas como buenas», le expresó el prelado. «Pero yo lo que quiero es que se haga un pueblo nuevo, o que se pague lo que es justo» insistió Peños. Aún le fue peor con el Gobernador que le espetó sin muchas contemplaciones que «si pensaba que le iban a dar una casa nueva por una vieja». Además, llamándole al despacho, le amenazó con meterle entre rejas si volvía a manifestarse públicamente. «Ya sabe donde está la calle de Almaraz».

«Aquello fue lo más injusto que se ha producido en la vida. Llegábamos a la puerta del Ayuntamiento y decían: por lo que usted tiene tanto dinero. O lo coge o llegamos a las expropiación. Luego, para que la gente no se quedara, dieron 30.000 pesetas a todos para que destejaran la casa. ¿Qué iba a hacer? Venían de estos pueblos y compraban la teja. Otros llevaban las maderas, las puertas... Y lo que no era de nadie, como el Ayuntamiento, las escuelas.... la empresa trajo una máquina y lo tiró» manifiesta Glorialdo Peños haciendo un repaso al final del pueblo de Argusino.

Este vecino, residente en la dehesa de Pelazas, contemplaba ayer con más pena que gloria el terreno abandonado por las aguas y que un día fueron unos extraordinarios viñedos, o unas cortinas fértiles, o unos viales por los que discurría la vida.

El camposanto de Argusino también presenta entre sus humedecidas piedras algunas sorpresas, como cabezas de carpas que revelan que el lugar se ha convertido en una zona de pesca o un comedero para predadores como los cormoranes, las garzas o algunos felinos o mustélidos tan capaces de robar la pesca a cualquier ave.

Por uno y otro lado aparecen troncos de árboles aún erguidos sobre el suelo, como estatuas, resistiéndose a desaparecer. También son visibles los caminos de acceso y salida, hacia Pelazas o hacia Fermoselle, porque son rutas jalonadas por las típicas cercas de piedra construidas a conciencia por los habitantes.

Manuel Pardal, residente en Cataluña, fue monaguillo durante casi ocho años y vive la historia de Argusino con una pasión absoluta. «Salí a los 17 años con una maleta de cartón y saco hacia Cataluña» dice. Habla de las personas que presumiblemente se quitaron la vida o la perdieron al no poder superar las circunstancias en que quedaron tras el obligado éxodo. También alude a la desaparición de toda la imaginería de la iglesia; «un edificio que dinamitaron, pero el campanario no cayó a la primera».

El último día de septiembre de 1967 fue el plazo postrero para abandonar el lugar los últimos pobladores. Fueron, los últimos días, jornadas de completo ajetreo porque lo que se dejaba atrás quedaba para siempre.

Atrás quedó un pueblo cargado de actividades. Francisco García y Escolástica Pascual, abuelos de Evangelina García, regentaban un batán a donde se llevaban las mantas de diversos pueblos de Sayago y de la zona salmantina. Pero Argusino contaba, además, con una serie de aceñas de gran prestigio.

«Otra novedad de estos días es que el lugar también se ha convertido en un escenario de visita para personas llegadas de otros pueblos» dice Glorialdo. Roberto Fariza, de Fermoselle, es de los que ha estado presente. Repara en la acción de quienes depositan flores «más o menos donde quedaron los familiares enterrados, y bien enterrados, pues la empresa encargada de derrumbar el pueblo antes de inundarlo, extendió una plancha de hormigón para impedir que los restos con el tiempo salieran a flote». Sobre esa plancha de hormigón, que comienza a resquebrajarse, rezan estos días algunos nacidos en Argusino. «Sin cura porque aquí no viene ninguno».

Argusino había ganado una gran batalla casi medio siglo antes de su desaparición total. En el año 1931 dejó de pagar el foro anual al que estaba sujeta la población, consistente en 360 fanegas de centeno -entregadas por Santa María, 8 de septiembre- sesenta gallinas vivas y sesenta perdices, que debían entregarse dos semanas antes de Navidad. La carga databa desde el 15 de enero de 1506, y los residentes lo cumplían debida y cristianamente. Las perdices no suponían una asfixia porque el término de Argusino, con feraces vegas y cultivos debido a sus recursos fluviales, gozaba de envidiados recursos cinegéticos. La abolición de este gravamen fue conseguido ocupando el sillón consistorial el alcalde Manuel Garrote, y las últimas entregas de productos fueron realizadas al vizconde de Valoria, conde de Toreno.