Era grande, desgarbado y le faltaba un soplo de vida. Sus pies se acostumbraron desde el principio a ser libres y nunca se calzó. Cuando alguien por compasión le regalaba unas botas o zapatos él las guardaba y seguía descalzo. Ni en las ocasiones en que los carámbanos o las intensas nevadas duraban muchos días, se ponía zapatos. Tampoco lo hacía para andar por el monte ni para subir por las intrincadas laderas camino de San Martín y Vigo. Sus pies eran duros e insensibles a todas las agresiones y obstáculos.

„ Guillermo, ¿Por qué no te pones aquellas botas que te dí?

„ Guillermo, ¿Por qué no pones unos zapaticos en esos pies? ¡Jesús se te va a clavar un tuero y te va a desgraciar!

„ ¡Quiá! Us mieus pías nun yían pa zapatos, yían llibres . Y reía.

Vivía con su madre, Josefa, Chupaldeo, en una casica muy pobre, allí nus Ñugueiros. En un rincón de la pobrísima estancia ardía un pequeño fuego hecho con poca y mala leña que ellos cogían donde podían y que les daba el único calor que recibían en la vida mísera que llevaban. Los vecinos remediaban de vez en cuando su hambre con unas patatas, un poco de pan, un puñadito de sal. Trataban de ayudarle pero a pocos le sobraba algo en aquellos tiempos.

Se habían quedado sin tierras, sin animales, sin nada. Todo se lo habían embargado hacía ya años. La madre siempre iba con una faldiquia muy vieja y rota que ella se colocaba al revés, con el roto hacia atrás. Cavaba un guertico allí pegado a la peña, cerca del pajar viejo de mis padres, un sitio tan malo que ni le daba berzas para un caldo. ¡Pobrecicos, cuánta hambre pasaron!

Un día, estaba mi hermano Ricardo con las vacas cerca del Piñeo Castiello y La Garbosa, buscando la mejor hierba, se metió en un poullo. Una de sus patas quedó atrapada entre dos piedras, encavorcada y no la podía sacar. Ricardo, desesperado ante su impotencia, llamó a Guillermo que estaba por allí cavando un pedacito de pradera para sembrar unas patatas, ya ves ¡allí se iban a dar patatas! Él acudió presuroso y feliz de saberse considerado y útil. Se agarró fuerte a la pata de la vaca y tiró de ella mientras Ricardo movía ligeramente la piedra con una estaca que sirvió de palanca. ¡Qué risas de contento! ¡Qué feliz al ver que la vaca se había liberado por él!

„ Gracias a mí. Yo, yo la libré, decía. Y brincaba y reía más.

Esa noche mi madre cogió una cesta de patatas, un puñado de sal y un buen trozo de tocino y me dijo:

„ Ven comigo que vamos a llevarle esto a Guillermo.

Entonces ya no vivía su madre. Yo iba entre ansiosa y expectante por ver a Guillermo de cerca, protegida por mi madre que me liberaba del «respeto» que le tenía a ese chicarrón. La imagen del pobre mermado, sentadito junto al pequeño fuego, solo, sin cazuela alguna que delatara algo de cena, cambió de repente al ver aquellas vituallas. ¡Qué lujo para él! Por lo menos, ocho veces nos dio las gracias, porque, eso sí, su pobreza de espíritu no le impedía ser agradecido.

A partir de entonces, cuando veía a la Garbosa pasar por el camino, al ir o venir del monte o enganchada al arado o al carro trabajando, con inmensa alegría de niño grande decía:

„ Mira, a esta, a esta, la libré yo. Yo le libré la pata „ Y reía contento.

Recorría los pueblos cercanos vendiendo varas para poner a las habas o para aguilladas, aquellas varas con un pincho en el extremo para azuzar a las vacas cuando trabajaban. Él las cortaba en el monte de Sourriba o de la Beseda. Él quería ganarse la limosna que le daban.

Su madre fue la primera persona enterrada en la parte nueva del cementerio de San Juan, que se había ampliado recientemente. El día que murió, él lloró mucho, adivinaba la soledad angustiosa en que quedaba y sólo acertaba a decir entre sollozos:

„ ¡Adiós, madre! ¡Adiós! ¡Vas a estrenar la tierra nueva! ¡Vas a estrenar la tierra nueva, madre!

En San Martín lo querían mucho y en cuanto sabían que llegaba Guillermo todos los chiquillos salían al camino y lo recibían con gritos:

„ El primero que lo vio comenzó a gritar: ¡Guillermo! ¡Que viene Guillermo! Y de los corrales acudieron varios pequeños, lo abrazaron con entusiasmo y se colgaron balanceándose de sus varales. Guillermo los llevaba en volandas camino abajo y los chiquillos no paraban de gritar: ¡Varales! ¡Se venden varales! (J. Castaño) Se le veía muy contento en San Martín y expresaba su alegría con aquella risa grande y redonda.

Nunca pedía nada aunque vivía de limosna. Se acercaba a las puertas y se quedaba allí apoyado hasta que salía el dueño de la casa y le daba algo. Si no le daban nada, cuando pasaba un rato se marchaba. Jamás molestaba. Recorría con frecuencia todos los pueblos cercanos y siempre le daban algo. Sus pies descalzos, duros y acostumbrados al frío movían a compasión.

Le gustaban mucho las bobinas de hilos de diferentes colores y las vecinas le regalaban alguna cuando podían. Él las guardaba como su mejor tesoro y de vez en cuando las contemplaba orgulloso y contento como un niño con un maravilloso juguete. El día que fui con mi madre me las enseñó.

„Mira qué tengo. Son mías. Son bonitas.

Murió en los años de la guerra, una fría tarde del invierno. Yo lo vi en los últimos días y recuerdo que casi no podía respirar, tenía un catarro muy grande.

(*) Relato contenido en el libro 'Patochín, la niña que quería una estrella'.