Pierre Nora, un sabio historiador francés ha puesto un nombre sugerente a aquellos espacios, edificios, monolitos o arcos, que tenían rostros, apellidos o días de gloria y forjaban la identidad de su país. Los ha denominado lugares de la memoria. Son parajes y construcciones que levantaron los siglos en conmemoración de hechos, hitos y gestas que hicieron grande, hermosamente grande, la historia de Francia. En ellos vivieron la grandeza, la fortuna, el fracaso, la victoria y la derrota y por ellos también pisó la muerte como era inevitable. Con tan sugerente título paseo ahora, aunque sea de puntillas, por esos numerosos espacios que surgen a cada paso en la ciudad que amas y en los que quedaron colgados al oreo, como las ropas blancas de los patios antaño, tantos recuerdos y gestos, tantos nombres y rostros, tantas vidas y emociones. Son mis lugares de la memoria que, al llegar los días de la Semana Santa, forman parte inseparable de mi vida y ahora, en estos últimos años, sin tradición que vivir, subido en las alas de la añoranza, todavía más. Porque solo la memoria puede pisarlos en días tan encendidos de evocación y fe y ahora vacíos de devociones y afectos. No hace falta que los recorran o rodeen procesiones ni esculturas sagradas admirables, que suenen o no por ellos músicas fusionadas con esfuerzos y ritmos. No importa que no sientan las huellas de cofrades descalzos y el golpeteo de hachones o cruces. Todos tenemos más vivos que nunca esos lugares de la memoria en estos días. Y algunos lectores, en razón de la edad, coincidirán seguramente con los míos.

El arco de San Ildefonso, apoyado en la majestuosa armonía del templo, deja que cruce el tiempo por él, sin apenas estorbar la belleza de las piedras en las que reposa su corta envergadura. Entre sus piedras, se aposentó la memoria y se hizo tránsito en curvatura, angosto y a la vez diáfano. A su alrededor, en el ancho círculo de piedra, se enmarca el Cristo del Amparo en la noche del miércoles Santo, clavado en su cruz pueblerina, desfallecido de vida pero rodeado del amor de unos piadosos campesinos que lo pasan de un lado a otro de la Vida. Un simple arco, un Gólgota repujado de capas pardas una noche, dibujando uno de los cuadros más hermosos de esta Pasión. Una fotografía del inolvidable maestro Ángel Quintas inmortalizó ese instante ya para siempre. Por ese mismo arco, pared con pared con su vecino, mi amigo y pariente Antonio Pedrero, pasa la memoria, vestida de flores y de ruidos de gozo pocos días después, cuando la luz ha borrado la cruz y lo atraviesa el Resucitado para venirse hasta la Plaza a buscar a su Madre, trayéndonos la paz en su mano alzada y victoriosa.

Otro lugar por el que pasean juntos el sentimiento y el pasado es la Plaza Mayor. En esa plaza crecieron juntos nuestros primeros sueños y desencantos de adolescencia. En la primera noche de la Pasión, la pena atraviesa la plaza, subida en los ojos de una Madre y un Hijo que sienten ya la amargura de un adiós y de una cruz. La Plaza que, en el último día de la Pasión, cruzará una Madre, Soledad a pesar de la inmensidad de velas y avemarías que la arropan. Esa Plaza Mayor verá pasar casi todos los días, arriba y abajo, las escenas de esta Pasión incomparable para llenarse de sol en el encuentro del Hijo y la Madre, en la mañana florecida de la Resurrección.

Otro lugar que alcanza la memoria a abrillantar es el de las Tres Cruces. Por aquel ancho paseo, entre josas y casas de labor, iban al tren entonces nuestros primeros afanes de libertad. Hoy día, una procesión fantasmal, pobre de hábito y grande de sentimiento, con la cruz al hombro, llega hasta allí una madrugada para mostrarnos el evangelio de la Cruz rasgado en dos por el merlú y la marcha de Thalberg, sagrada evocación de quienes ocuparon antes ese lugar de la memoria y nos lo han dejado desbordado de nostalgia por su ausencia.

En Balborraz, la belleza sube y baja con la vida cualquier día de su solariega edad, hoy desvalida y aún así fascinante. En otro tiempo, con un vigor comercial poderoso, fue rincón de juegos de pantalón corto en sus interminables escaleras. En estos días de Pasión, el Cristo de la Buena Muerte la baja prendiendo devociones entre salmos y antorchas, la bendita Madre de la Esperanza vuelve por ella a su Casa y el domingo de Resurrección la bajan juntos los Dos, ya sin cruces ni lágrimas, haciendo de tan hermoso lugar, un supremo himno de aleluyas concertado con dulzainas, tamboriles y flores. Al día siguiente, el desabrigo vuelve a despeñarse por ella para buscar el río.

La Rúa era en nuestra infancia un derroche de pujanza, con comercios de toda clase y variedad. Era nuestra ruta de los primeros recados y alguna perra gorda sisada. Por ella iban y venían lecheros, panaderos, carboneros, canónigos, monjas, afiladores, colchoneros, carros con burros y mulas, bicicletas con y sin barra, alguna moto, madres, sirvientas y niños, muchos niños, camino de los colegios. Hoy, silenciosa, inerte, casi siempre sin pulso, en las tardes del Jueves y Viernes Santos vuelve a revivir cuando ve pasar por ella un detallado sumario del evangelio de la Pasión, trabajado afanosamente por escultores, imagineros y artesanos, muchos de ellos de aquí. Versículo a versículo. Del principio al final de la Pasión. Desde el Cenáculo al Sepulcro.

La plaza de Viriato es un lugar en el que se encuentra tan a gusto la memoria y más si tiempo atrás has sido niño y has tenido madre y casa bien cerca de allí. Hoy día, entarimada de piedra, de fisonomía fría, árida, vive una noche el impresionante entierro de un Cristo yerto, amortajado por un Miserere sacado de las entrañas mismas del perdón. Desde lo alto, perfilada de puntiagudos caperuces albos, la plaza parece una corona infinita de espinas, alumbrada por la luna llena y la cera encendida.

Lugares de la memoria hay otros muchos en los que un día se cobijó el recuerdo, por muy simple que pareciera, y se quedó para siempre grabado en el alma. Imágenes, momentos, procesiones. El puente de piedra por el que viene y va el Nazareno, hoy pisado solo por el ruido del Duero que oía en sus versos Claudio. En las venerables Santa Clara y San Torcuato, desde sus aceras, aprendimos a conocer y amar pasos, sonidos y a soñar con caperuces y hachones. Ansia de congregantes párvulos. Ambas ahora están ahogadas por la enrevesada soga de la crisis y deformadas por una alarmante mengua de futuro. Son la imagen más fiel de una ciudad que se nos queda atrás sin que hagamos nada por ella. O muy poco.

Sólo el olvido podrá oscurecer esos lugares de la memoria que hemos pisado tantas veces. Mientras no zozobre la razón, acudiremos siempre a ellos. Aunque, como este año de nuevo, no los consagre una procesión y no los encuadren una imagen, una oración, una música. Siempre nos quedará la evocación. Más allá de estos días vacíos, nuestros lugares de la memoria seguirán siempre vivos, de pie, en el corazón.