En esta vieja ciudad el agua ha escrito siempre un verso muy hermoso, perenne compañía para las piedras que escribieron su leyenda. Zamora, tierra adentro, no se concibe sin el lento pasar del viejo río camino de su destino. El Duero de los poetas y los muertos. Porque siempre hubo que cruzarlo para despedir la vida. Y siempre hubo un poeta en Zamora para cantarlo.

Para los niños de entonces, el agua era un juego. Nos encandilábamos, sólido invierno, admirando los pinganillos que la helada dejaba colgados en la fuente de San Martín de Abajo, cubierto su anillo de carámbanos. O cuando, tenaz verano, el destartalado grifo de Valorio emblandecía el calor del camino. O ya en otoño exacto, cuando llovía con crudeza y crecía un limpio sonido con su sólido desplome desde los canalones desvencijados de la vieja casona de la rúa. Por la cuesta de Alfonso XII era bonito verla descender en los días de riego por las orillas del empedrado suelo en una carrera cada vez más veloz hasta Santa Lucía

Nuestras fueron también las fuentes de la infancia, la de la Plaza de Alemania en la que un haz de impulsos inclinaba el agua sobre la concha de piedra. La de San Martín, siempre vestida de la espesura viscosa del verdín en el que un revuelo de renacuajos se agazapaba en el fondo del silvestre aljibe. Y en el castillo, aquellas dos fuentes unidas por los escalones de piedra, donde dormitaban decenas de carpas rojas.

El agua creció después con mi estatura. Y fueron los Tres Arboles y Las Pallas los lugares en los que la adolescencia germinó el primer baño y el primer beso apresurado y leve, casi robado, y el alboroto travieso del agua descendiendo por las azudas de la isla de los antropófagos.

El agua seguía su camino, como la vida. Y llegaba a aquellos veranos cuando el paisaje levantaba su trono más hermoso en Sanabria.

Allí, en la esbeltez madura del Lago, asistíamos a diario a esa mágica procesión del sol caído sobre los montes cuando estrellaba su luz sobre las espaldas del agua y parecía venir el Señor andando sobre la luz esparcida, como narraba el evangelio de la catequesis.

La sentíamos en su alborotado trote, como se despeñaba desde la sierra, en torrentes, cascadas, chorros, manantiales, por los muchos caminos que el hombre le marcaba hasta anegar sus huertos, praderas, quiñones y bancales, en los que entraba mansa y vigorosa para fecundar de fruto el vientre de la tierra.

Años después, algún desbarrado invierno, la he visto desconcertada y loca, saltando las crestas de las riberas y alcanzando las casas primeras de pueblos del valle del Tera, fustigando los árboles de las riberas y desfigurando los senderos vecinales. Y aquí en la ciudad, lamiendo los zócalos de las casas de Olivares y de los Barrios Bajos. Y un poco más allá de la primavera, la he visto volver a ser llanura de agua apilada en el gigantesco paredón de cemento, ganada para la voluntad del hombre en los embalses.

El agua, siempre el agua en la vida.

El Señor se encontró con ella algunas veces en su camino hasta la cruz. La convirtió en vino para alegría de los novios de Caná. Supo domeñarla con una voz en las zozobras de sus discípulos. La llenó de peces y de luna para que la fe de Pedro saliera a flote y dejara las redes colmadas. Bebió del agua que sacaba del pozo la Samaritana, la mujer que tenía sed de Dios. Anduvo sobre ella, tapiz de reflejos de luna, para que los suyos creyeran en Él. La cogió en el cuenco de sus manos para lavar a sus discípulos los pies en gesto de afecto y humildad, en la noche de la Parasceve. Vio como Pilatos la aprovechaba para limpiar en ella su cobardía. La suplicó en la cruz, con un grito angustioso y le dieron vinagre a cambio. Y ya resucitado, antes de irse, la contempló dormida, colmada de sol, recostada en la llanura refulgente del Tiberíades, cuando doraba unos peces para sus amigos.

Hoy, martes santo, el río le aguarda en el más viejo de los puentes que besa al cruzar la ciudad. Como escribió Blas de Otero, "el de piedra es el que amaba". Por él caminará hacia su barrio el Nazareno del alma. El agua descenderá mansamente bajo los arcos del puente mientras una triste y dulce música ceñirá de hermosura, arriba, el camino del Nazareno y de su Madre. La procesión pisará la corriente con sus luces. El agua se hará cirineo que ayuda y verónica que enjuga. Cruz y Esperanza. Luego, se despeñará sobre la negra sombra de la noche acurrucada sobre Olivares. Y mañana? mañana será otro día. Otra jornada de Pasión, en la que el río se vestirá de silencios para abrazar el contorno de la vieja Zamora, aún de pie sobre la gloria de sus desgastadas murallas y a la que, con la cruz del olvido sobre sus hombros, tanto le cuesta mantener el paso hacia un mejor futuro.