"Ha llegado la hora", les habías dicho a tus amigos. Era el aviso para que empezasen aquí cerca, al otro lado del río, a preparar de nuevo el paso de tu cruz, otro año para llegar hasta esta orilla y abrir los días de tu Pasión y Gloria.

Ayer, cuando se desvanecía la luz y las cigüeñas regresaban a sus nidos en perfilados vuelos, volviste a venir desde San Frontis, con un buen manojo de vecinos del barrio. En tu cruz nos traes todas las ausencias de quienes conocimos y amamos hasta donde la memoria puede tocar la niñez y detenerse en ella. Tu paso resucita por un instante la mágica aventura de nuestra infancia que ahora, ¡lástima!, se ha despeñado por las azudas del corazón. No nos queda en la mirada una brizna de inocencia, se nos ha perdido la esperanza. Tan sólo la ilusión permanece en el alma, escondida en ocasiones, hasta que el amor la saca con sus cangilones como una noria misteriosa y la pone en el brocal de los ojos para repartirla, como el pan, con las manos. El amor no se acaba en una sepultura. Se desfiguran nombres, se deshacen paisajes entrañables, se nublan rostros queridos, se cercenan buenos sentimientos, se traicionan nobles ideales pero el amor no se termina. Empieza en una cruz como la tuya y no se acaba. Siempre lo veo nuevo en tus ojos. Llegaste anoche como cada año, cruzando tu mirada ensimismada con los niños, los que mejor te entienden. Tú lo dijiste: “si no os hacéis como ellos…”. Pasaste anoche entre ellos, como te recuerdo de entonces, invadido de cansancio y dolor pero erguido y hermoso, transfigurada tu mirada por la piedad y la ternura. Hay mucha gente que reconoce el valor de esa cruz que llevas. Desciende tu mirada sobre los que tienen hundida la esperanza en la ciénaga del fracaso, pusieron un altar al poder y perdieron un día la paz de su conciencia, quienes renegaron de tus ojos para seguir un rumbo opuesto al de tu cruz. Todos, alguna vez, no hemos sido capaces de aguantar tu mirada. Preguntaban tus ojos y no teníamos respuesta para nuestra traición. No queríamos encontrarnos con ellos y marchábamos por otro camino.

Anoche, al terminar la cuesta, coronada tu figura por los anchos arbotantes del templo cercano, un intenso olor a primavera emanaba de los jardines de la plaza en la que habitan el fraile Diego de Deza en bronce, el pintor Antonio Pedrero en carne y hueso y las Marinas en cuerpo y alma de oración, vecinos de ese hermoso lugar, tantas veces solitario, poseído de una varada melancolía.

Te detuviste y tu mirada se quedó allí mismo absorta, cautiva del momento. Pura fascinación por la que un niño, como yo entonces, quedó prendido de tus ojos. Ya no se le borrará así como así la silueta de tu cruz ni el gesto de tus manos. Ya no podrá olvidar nunca el tacto de la mano apretada de su padre sobre la suya mientras, hecho una pura fatiga, te detuviste allí, en esa plaza de cotidianas soledades. El día de mañana, tu mirada le acompañará por la vida, siempre como una bendición, una gracia, un don. Y también el recuerdo del amor de su padre que le llevó a verte allí y enseñarte ese otro amor que se extiende imparable sobre esta tradición de siglo en siglo. Cuando le sobrevengan los días más tristes, nublados de paz, embarrados de pena, con la alegría hecha jirones, tu mirada le indicará el camino. Como ha sucedido en este día de tu procesión popular, fuera domingo de Ramos o jueves de Pasión, en el corazón de otros muchos niños ya en varias generaciones. Y como sucede cada vez que coges tu cruz, ahora tal día como ayer o el martes santo, y sales decidido al encuentro del hombre.

Anoche, al verte, por un momento fui otra vez niño y pude comprobar que tu mirada sigue siendo la misma, la de la Transfiguración, la que explica y glorifica la razón de esa cruz al hombro. La mirada que, aunque no llegué a entender entonces, un domingo de Ramos por la cuesta del Piñedo, se me metió muy dentro del alma y en la que ahora encuentro muchas veces la paz indispensable para seguir andando por la vida. Ese mismo sentimiento que anoche descubrieron otros muchos niños después de cruzar su mirada contigo.