De los pinganillos de hielo a las terrazas de los bares

Cuando el frío del invierno era muchísimo más riguroso que ahora, y más soportables los calores del verano

ZAMORA FOTOS ANTIGUAS , AÑOS 40 , VISTA DEL RIO DUERO HELADO , ACEÑAS DE CABAÑALES

ZAMORA FOTOS ANTIGUAS , AÑOS 40 , VISTA DEL RIO DUERO HELADO , ACEÑAS DE CABAÑALES

Agustín Ferrero

Agustín Ferrero

Cuando quise darme cuenta, el coche que me había traído a Zamora ya se había detenido en la margen derecha del río, muy cerca del vetusto puente de piedra. Debió circular a mucha velocidad, porque el viaje se me había hecho muy corto. Demasiado corto como para haber recorrido en tan poco tiempo la distancia que separaba la capital del Duero del lugar de donde había partido. A través de uno de los cristales laterales pude ver como enormes pinganillos de hielo colgaban de los tejados de las pequeñas edificaciones que bordeaban el rio. El paisaje presentaba el aspecto propio de haber caído la noche anterior una helada morrocotuda. En aquel momento, el cielo aparecía encapotado.

Al apearme del coche casi llegué a dar con mis huesos en el suelo, porque los charcos que se habían formado con el agua caída días antes, se habían convertido en verdaderas pistas de hielo. Unos cuantos chavales, con los libros bajo el brazo, que regresaban del instituto, se entretenían lanzando piedras sobre la superficie, intentando romperla. Llevaban la cabeza cubierta con una especie de pasamontañas que les protegían las orejas del frío, previniendo la salida de sabañones. Y es que, de haber habido allí un termómetro, el mercurio no habría llegado a alcanzar, ni con mucho, los "cero" grados.

La persona que me estaba esperando, me informó que dos semanas antes había caído una cencellada y, entre una cosa y otra, la niebla se había posado sobre las rúas de la ciudad, haciendo que no pudiera verse ni el puente. Ambos recordamos que ese tipo de fenómenos eran los habituales por estos pagos. De hecho, se esperaba que llegaran las nieves en cualquier momento, y con ellas las batallas con las que los chavales disfrutarían de lo lindo tirándose bolas a destajo.

No se veía a mucha gente por la calle, y los pocos hombres que transitaban por allí, camino de la plaza de Santa Lucía, aligeraban el paso, abrigados con pellizas, y cubiertas sus cabezas con boinas caladas hasta donde daban de sí esos adminículos. Las mujeres, protegidas por abrigos de paño y enfundadas las piernas en gruesas medias o leotardos, no caminaban más despacio.

Si pudiéramos volver al pasado de vez en cuando, utilizando o no gafas especiales, veríamos lo que hemos ganado o perdido con el paso del tiempo, y de ese análisis extraeríamos alguna consecuencia. Quizás la de no frivolizar insistiendo en decir que nada ha cambiado en el medio ambiente de este planeta. Y considerar que, si los hombres actuáramos de otra manera el paisaje que nos ofrecerían las riberas del río Duero, a su paso por Zamora, sería el mismo todos los inviernos

Me quité las gafas, ya que se me habían empañado los cristales. Acto seguido, de manera instintiva, hice un movimiento mecánico pretendiendo subir las solapas del abrigo al objeto de cubrirme el cuello, que solía ser mi parte más vulnerable respecto al frío. Pero la maniobra resultó en vano, porque la prenda que llevaba puesta no tenía solapas, ni siquiera era ropa de abrigo. Fue entonces cuando reparé en que, justo al lado, a plena intemperie, bajo un cielo azul, limpio de nubes, estaba la terraza de un bar, con sus sillas, sus mesas, y sus consumiciones. Ocupada, en su mayor parte, por gente variopinta vistiendo ropa de entretiempo, que charlaba amigablemente, mientras se echaban al coleto una cerveza o un tinto de Toro. Se podía observar que ninguno de los allí presentes llevaba prendas de abrigo, y que en sus rostros no se descubría ninguna señal que hiciera pensar que estaban pasando frío.

Y es que, de repente, había desaparecido cualquier vestigio invernal que evocara episodios de frio extremo. Una vez que hube limpiado las gafas volví a ponérmelas, ajustándolas a las orejas sin prisa alguna, mientras parpadeaba los ojos unas cuantas veces. En ese momento volví a ver de nuevo los pinganillos en los tejados, los charcos helados y la gente abrigada de arriba abajo, como los osos polares, bajo un cielo encapotado que hacía ver el rio de un color gris, triste y apagado.

Se trataba de un cambio sustancial en las imágenes que recibía de mi entorno más próximo. Realmente, se trataba de un gran salto en el tiempo, desde el presente hasta el siglo pasado y viceversa. Del clima blando, que ahora suele predominar en los inviernos, a las exageradas heladas de antaño. Un salto, sin duda, que pude percibir propiciado por los efectos que al parecer tenían los cristales de aquellas gafas que había comprado a un extraño óptico. Unas gafas, aparentemente normales, sin nada que ver con las misteriosas y estrafalarias del "Señor Cagliostro" (Personaje de Stephen Keeler, autor de novelas de misterio). Unas lentes que tampoco tenían nada que ver con el "3D" o con la "IA". Pero que, fuera por lo que fuera, permitían ver cómo eran las cosas en el pasado, cuando aún no se había hecho notar el cambio climático. Cuando el frío del invierno era muchísimo más riguroso que ahora, y más soportables los calores del verano.

Entre un escenario y otro, el de la concurrida terraza en plena calle y el del frío polar de los pinganillos, existía una gran diferencia. Mas o menos como la que pudiera haber entre una película de las de ahora, como "Avatar" (2009), elaborada con la técnica del IMAX-3D, y "La túnica Sagrada" (1954), que incorporaba, por primera vez, el cinemascope y el sonido estereofónico. Ambas técnicas, en su momento, resultaron espectaculares, pero mucho más próxima a la realidad la de "La túnica Sagrada".

Lo cierto es que, entre la técnica empleada en la producción de "La túnica Sagrad", y las imágenes salidas de los cuarenta mil procesadores y las cámaras de visión estereoscópica de "Avatar", ha llovido un rato. Porque se ha pasado de los trucos y efectos especiales, a los toqueteos por ordenador. De los decorados majestuosos, al 3D. Del movimiento de masas, a la media docena de extras que se transforman en multitud, simplemente dándole a una tecla. Pero, sea con gafas o sin gafas con poderes, la vida continúa de una manera u otra, y a ningún aficionado al cine se le ocurriría decir que nada ha cambiado.

Si pudiéramos volver al pasado de vez en cuando, utilizando o no gafas especiales, veríamos lo que hemos ganado o perdido con el paso del tiempo, y de ese análisis extraeríamos alguna consecuencia. Quizás la de no frivolizar insistiendo en decir que nada ha cambiado en el medio ambiente de este planeta. Y considerar que, si los hombres actuáramos de otra manera el paisaje que nos ofrecerían las riberas del río Duero, a su paso por Zamora, sería el mismo todos los inviernos.

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