Parece que el trajín de las ciudades nos impide pensar qué ocurre en nuestros “pueblecitos” un martes cualquiera. En esos pueblos de montaña que se llenan de noviembre a febrero de esquiadores, senderistas y niños haciendo muñecos de nieve. De los pueblos de interior que alcanzan su máxima población entre niños con bicicleta y jubilados en las huertas, en los meses de verano. Pero que cuando acaba la temporada viven tres personas con movilidad reducida, sin médico en 20 kilómetros a la redonda y sin ninguna clase de servicios.
La supervivencia, en estos casos, depende del altruismo o la tristeza al marchar a la ciudad con una maleta desbordada de recuerdos. Recuerdos de haberse dejado los lomos en la casa familiar, en una tierra generosa que le dio todo lo que necesitaba. Y ahora la casa está destinada a derruirse y las fincas volverán a ser monte incultivable.
Natalia Morán