¿Hay que aprovechar las rachas de buena suerte?

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Agustín Ferrero

Agustín Ferrero

Corría el viento como liebre acosada por una partida de cazadores el día de abrirse la veda, alborotando el pelo de las señoras que acababan de pasar por la peluquería, mientras los toldos de los balcones se mecían a un ritmo desacompasado, subiendo y bajando a impulsos como las lonas de un velero bergantín. Había oído que los días en los que el viento se desmadra existe el peligro de que algún tiesto se precipite a la calle o que alguna teja salga volando en post del mismo o similar destino. Pero, el mero hecho de existir tal posibilidad no era razón suficiente para posponer su paseo diario. Así que, continuó caminando a la misma marcha a la que estaba acostumbrado.

Algunas chicas se sujetaban las faldas tratando de acomodarlas en aras a evitar ser expuestas a las lascivas miradas de algunos o inquisitoriales de otros. Y los restos de papeles y de otros desperdicios formaban remolinos en las zonas próximas a las aceras. Pero Don Práxedes seguía paseando impertérrito, respirando hondo para que los pulmones pudieran ventilarse sin apenas esfuerzo.

Quiso el destino que, al pasar por uno de los edificios más coquetos de la ciudad, se desprendiera un cascote de la fachada que, para suerte de él, cayó a sus pies sin apenas rozarle. Pensó Don Práxedes que aquel era su día, pues a buen seguro, de no haberle asistido la suerte ahora estaría yendo camino del hospital con la cabeza abierta por alguna parte. Don Práxedes, hombre optimista donde los hubiera, pudo comprobar en sus carnes que la mala suerte no era otra cosa sino el resultado negativo de un suceso poco probable, de ahí que hubiera resultado ileso en aquel incidente.

Y como tal día de suerte, que mejor idea que la de jugar algún décimo de lotería o hacer alguna apuesta en las quinielas para redondear la faena.

No quiso hacer ningún comentario de lo sucedido a su familia, no fuera a ser que se rompiera el hechizo y se marchara al garete toda aquella energía. O que trataran de disuadirle de la idea de invertir algún dinero en juegos de azar, ya que en aquella casa no estaba bien visto, puesto que solo se jugaba en Navidad, y por aquello de mantener una tradición que venía de sus antepasados. Don Práxedes jugó a la lotería nacional, a la de la Once, a las quinielas de fútbol y a la Primitiva. Y guardó los resguardos entre las hojas de un libro de hidráulica que hacía muchos años que no consultaba. Le pareció un lugar seguro, dado que aquella vieja librería solo acogía libros técnicos que apenas interesaban a nadie de la casa.

Quiso el destino que, al pasar por uno de los edificios más coquetos de la ciudad, se desprendiera un cascote de la fachada que, para suerte de él, cayó a sus pies sin apenas rozarle

Pasaron rápidamente los días, y también los sorteos, y a Don Práxedes ya se le había pasado la euforia producida por aquel golpe de suerte. Ello hizo que no tuviera la menor prisa en consultar sus resguardos para ver si había sido agraciado en alguno de los sorteos. Quiso la casualidad que por aquel tiempo tuviera que viajar a su pueblo para atender algunos asuntos familiares, lo que retrasó, aún más, la comprobación los posibles aciertos de sus apuestas.

El caso es que lo fue dejando, ya fuera por una cosa o por otra, no viendo el momento de despejar aquella incógnita. Hasta que un día, en el que se encontraba de mejor ánimo, dejó la pereza aparcada y tomó la decisión de comprobar si había resultado agraciado. Ni corto, ni perezoso, se dirigió hacia el cuarto en el que, entre múltiples estanterías, se encontraba la vieja librería, cuyas baldas se encontraban atiborradas de libros hasta llegar al techo.

Fue en aquel momento cuando cayó en la cuenta que estaban colocados de manera caótica, sin orden ni concierto, dispuestos en los huecos que, año tras año, iban quedando. Recordó las veces que había hecho el firme propósito de ordenarlos de alguna manera, ya fuera por temas o por orden alfabético de títulos o de autores. También la pereza que le producía solo llegar a pensar en ir revisando cada uno de aquellos ejemplares. Porque, el caso era que no tenía la más ligera idea de donde había encajado aquel libro de hidráulica. Tampoco recordaba el color de su lomo al objeto de identificarlo.

Pasado un buen rato, al no dar con él, empezó a agobiarse y decidió dejarlo para otro momento, para otra ocasión en la que tuviera la mente más despejada y, por tanto, más ágil la memoria. Los días fueron pasando, y las semanas, y también los meses. Yun día, durante la tertulia que solía frecuentar los jueves, alguien hizo mención a la caducidad de los premios de las apuestas, cuyos límites, si eran rebasados, eliminaban el derecho a ser cobrados. Y, como un torbellino, le vinieron a la memoria los resguardos de las apuestas de la buena suerte que tenía tan bien guardados. Y comenzó a dudar si habrían prescrito. Y le entró el miedo de que fuera así. Y de que, si los consultaba ahora, y habían sido premiados, no se lo perdonaría nunca.

Mejor esperar a otra racha de buena suerte para comprobarlo, pues estando en posesión de la buena suerte nada malo podría llegar a sucederle. Y, por tanto, tampoco que el destino le hubiera permitido haber estado en posesión de unos resguardos agraciados por la fortuna, sin haber sido capaz de aprovecharlo.

Estaba entrando en una espiral de la que le sería muy difícil salir. De algo parecido a aquello del día de la marmota, o quizás, incluso, del Proceso de Kafka, lo cual sería aún peor. Tuvo que pasar mucho tiempo para que volviera a tener una racha de buena suerte y, para entonces, tras una obra de remodelación de la casa, los libros de la vieja librería se los habían llevado al trastero.

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