La Opinión de Zamora

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In memoriam de la España Calcinada

Zamora, calcinada tras los incendios en Sierra de la Culebra. Emilio Fraile

“No le importamos a nadie”. Este es el sentir de todos los que, durante estos meses, hemos observado atónitos y con el corazón en un puño como una parte de nosotros estaba en llamas. El campo castellano y leonés ardió este verano, una región donde el año pasado ocurriera en Navalacruz, el mayor incendio registrado hasta la fecha con más de 22.000 hectáreas arrasadas. Registro tristemente superado este verano por nuestra provincia, en la que el fuego engullo más de 70.000 hectáreas, lo que representa el 6% la provincia, siendo el incendio de mayor extensión en la historia de España.

Ante los continuos incendios que se iban sucediendo, asolando poblaciones enteras de Castilla y León, la respuesta institucional y mediática a nivel nacional no fue otra que el silencio. El mismo silencio y olvido al que llevamos enfrentándonos durante tantos años en cuestiones demográficas de despoblación y envejecimiento. ¿Se imaginan que estos mismos incendios hubieran ocurrido más al centro de la Península? ¿Acaso no se habría activado inmediatamente el nivel 3 de alerta? Desde luego, la forma de abordarlo institucional y mediáticamente habría sido otra muy distinta.

Una situación climática sin precedentes desde que se tienen registros, marcada por olas de calor cada vez más tempranas y duraderas, temperaturas extremas y escasez de lluvias, resulta propicia para el surgimiento de grandes incendios forestales (incendios que afectan a más de 500 hectáreas) y los incendios de sexta generación. Estos nuevos incendios caracterizados por un comportamiento explosivo, desestacionalizado, impredecible, extremo, propagados a gran velocidad y muy complicados de apagar, limitan la capacidad de extinción de los cuerpos forestales, siendo únicamente controlables por unas condiciones meteorológicas más favorables. La crisis climática sí es un factor determinante de los incendios por las grandes sequías que provoca, haciendo del campo una caja de cerillas.

Por otro lado, la cuestión del abandono rural es clave en estos incendios, especialmente en una región donde la despoblación sacude con más fuerza. La dificultad de retención y fijación de población supone un riesgo en el surgimiento de estos nuevos incendios. La pérdida poblacional supone que el mundo rural se vea abocado al envejecimiento y, por tanto, a la pérdida de unas prácticas y usos agrarios que tradicionalmente habían estado estrechamente vinculadas al campo y a su cuidado. Hasta hace unas décadas, eran las propias gentes del mundo rural las encargadas de las labores preventivas de incendios. La limpieza, la poda y el desbroce de los montes eran actividades ligadas a la propia labor de ganaderos y agricultores, como por ejemplo en el caso de la ganadería extensiva, el cultivo o el pastoreo, donde los cortafuegos formaban parte del trabajo productivo de la tierra. A día de hoy, el desarraigo, la pérdida de interés por estas actividades y las dificultades de asentamiento de población en las zonas rurales también suponen el abandono del cuidado del monte. Este abandono de las zonas rurales y de las labores agrícolas y ganaderas, supone el crecimiento desordenado de la vegetación, por lo que tierras que antes eran destinadas a los cultivos o al pastoreo ahora se transforman en terrenos de matorrales y bosques, lo que, al tener una vegetación más densa, incrementa enormemente el riesgo de que arda.

Ante un riesgo de incendio cada vez mayor, actualizar los protocolos y planes de emergencias se vuelve una necesidad para evitar futuras catástrofes. Una actualización imprescindible para adaptarse a la realidad climática y poblacional del territorio, donde actualmente el riesgo alto de incendios lleva establecido desde hace más de una década en el periodo del 1 de julio al 30 de septiembre, todo un despropósito si tenemos en cuenta que a lo largo de estos años se llevan sucediendo récords históricos de temperaturas y que toda la evidencia científica alerta sobre unas temperaturas altas cada vez más prematuras y extremas. Destinar más recursos a la prevención, la gestión forestal y la ordenación territorial, ya sea mediante la limpieza y conservación de los bosques y zonas rurales, como por la contratación pública de personal, parece ser la fórmula para afrontar unos incendios cada vez más frecuente, más intensos y más difíciles de apagar.

Como cada vez que ocurre una catástrofe, ya sea sanitaria, ambiental o de cualquier otro tipo, estas permiten apreciar las costuras de un músculo público cada vez más debilitado. En este sentido, los incendios de estos meses, además de dejar patentes las realidades climáticas y demográficas a las que nos enfrentamos, también han mostrado una situación de abandono institucional hacia el personal para la prevención y extinción de incendios, cuya contratación además de insuficiente, es bajo unas condiciones laborales infames. Es en estos casos, cuando, quién sabe si con cierta intencionalidad política, se trata de rodear de un halo de heroicidad la labor de unos trabajadores públicos en condiciones precarias, porque no, ni el personal sanitario durante la pandemia, ni los bomberos forestales ante la mayor oleada de incendios de la historia, son héroes. La sobrecarga de trabajo que asumen y el esfuerzo sobrehumano de estos profesionales ante escenarios catastróficos, no es motivado por una predisposición divina, si no por un fuerte compromiso social. Se trata de trabajadores precarios, temporales, con jornadas maratonianas, sin apenas descanso, con una manutención deficiente y en muchas ocasiones sin las medidas de protección necesarias. No señalar esta realidad supondría no estar mirando en la dirección adecuada, y, por tanto, exculpar y eludir responsabilidades.

Las pérdidas y los daños provocados por los incendios son incalculables en todos los sentidos, pero quizá, la pérdida de raíces sea la más dolorosa. Muchas gentes han perdido su sustento y quehaceres en torno a los cuales habían orientado toda una vida, y que a su vez habían mantenido vivos estos paisajes. Animales, vegetación y caminos que, sin ser de nadie, eran de todos. Historias de vida, hogares, territorios y paisajes que vieron crecer generaciones, saberes populares, prácticas rurales, recuerdos y esperanzas que quedarán para siempre bajo las cenizas.

Sin embargo, es en estos momentos donde el abismo acecha cuando aflora la ternura de los pueblos, la solidaridad resurge y los vínculos comunitarios se refuerzan. Ejemplos para el recuerdo serán la autoorganización ciudadana en plataformas como “La Culebra no se calla”, los agricultores haciendo cortafuegos con sus tractores para defender sus pueblos, o Mayte, la cajera de supermercado que en un gesto de inconmensurable de generosidad pagó la compra de los bomberos forestales cuando estos fueron a pagar. Una vez más, como mil veces ha demostrado la historia, ante el olvido y la barbarie, solo el pueblo salva al pueblo.

Pablo B. Carricajo

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