La Opinión de Zamora

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Jonathan Pérez

Librillo de memoria

Jonathan Pérez

Llegar a otoño

¿Por qué tenía que acabarse el mundo cuando solo tenía once años?

Un banco en otoño

Álex, un adolescente inteligente, narigudo, con un diente negro, me lo preguntó mientras se limaba las uñas en el banco de la plaza. Me preguntó: ¿Estás preparado para el fin del mundo? No, le contesté, ¿por qué va a acabarse? Me pidió que me acercara y que le sujetase la lima. Mira el móvil, Nico, esto es lo que dicen los periódicos. Acelerador de partículas. Agujero negro. Humanidad. Final.

Le dije: “muy listo para los estudios, pero luego te crees cualquier cosa”. Siempre sacaba dieces y yo lo admiraba en secreto por listo y por afeminado. Compré una bolsa de kikos en el bar y me fui ladeando la cabeza, menuda tontería, quería pensar, menuda tontería, pensaba, hasta que me senté en la piedra que estaba detrás de la iglesia para llorar sin que nadie me viese. ¿Por qué tenía que acabarse el mundo cuando solo tenía once años? Abuela por lo menos había vivido ochenta, no tanto como abuelo, que murió a los sesenta y cinco, a la profesora del cole le había dado tiempo a jubilarse e ir de viaje a Nepal, y a mí me tocaba morirme a los once.

El estómago se me llenó de un vacío como el del día en que vi al cachorro de dálmata en el contenedor. El mismo que sentí cuando abuela me obligó a besar la mejilla fría y maquillada de abuelo. El conocimiento de lo finito volvió a poner el mundo boca abajo. Y tenía que ser verdad. Abuela decía que la gente moría más en otoño. “Es la caída de la hoja”, me contestaba, cuando le preguntaba que por qué todos los días de septiembre había coches en la puerta del tanatorio. “Es por la caída de la hoja”, le explicaba luego a Alex, cuando íbamos a pescar, y así espantábamos el miedo y seguíamos siendo niños con cañas de plástico.

¿Cómo sería viajar por dentro del acelerador de partículas? Cerré los ojos y sentí como si mi cuerpo se estirase, se desintegrara, las piernas por un lado, el torso por otro, vomité junto a la pila

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Tenía los pantalones cortos mojados por culpa de las lágrimas, allí, en la puerta de la iglesia, unos pantalones azul cielo con charquitos oscuros. Es que me he meado, le hubiera dicho a Álex si hubiera aparecido. Me hice sangre en el gemelo de tanto rascar y rascar. No sabía dónde meterme. La casa vieja de abuela me protegía del granizo y de las insolaciones, pero no podía nada contra el agujero negro que los científicos de Ginebra estaban a punto de crear. Ojalá ser cigüeña y no tener esta congoja aquí dentro metida, pensé. Ojalá ave que alimenta a sus crías; un ave artesana que construye el hogar con toallitas y ramas secas.

Me colé por el agujero del muro que había en uno de los ábsides. En la iglesia, los ácaros se me metieron en los ojos. Era como estar dentro de un frigorífico. Pegué el gemelo a la piedra de la pila bautismal. El frío de la piedra me alivió; la pierna ya casi no me picaba. Al fondo, la oscuridad había engullido la figura de Santa Eulalia. Ni la túnica ni las flores ni los anillos de las manos se dejaban ver. Así de oscuro debía de ser el acelerador de partículas por dentro: un túnel negro, infinito y serpenteante. ¿Cómo sería viajar por dentro del acelerador de partículas? Cerré los ojos y sentí como si mi cuerpo se estirase, se desintegrara, las piernas por un lado, el torso por otro, vomité junto a la pila.

Subí al campanario y decidí que no iba a esperar a las doce de la noche para ver como todo se convertía en polvo de estrellas. Álex, desde abajo, me gritaba que no saltara, que solo era el fin del mundo. Exagerado, Nico, menudo exagerado, gritaba con las manos en forma de altavoz.

Antes de saltar, vacié la bolsa de kikos en el nido de la cigüeña. Esquivé el picotazo y le dije que era una ingrata. Las campanas sonaron. Alex se dio la vuelta. Debía de ser la hora de.

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