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PARQUE INFANTIL DE BAÑOS DE MOLGAS

Contra la violencia, infancia

Sin ella estamos abocados a la extinción, o como especie o como seres capaces de tener sueños

A veces me pregunto cómo es la infancia allí donde la infancia está prohibida porque la violencia, en sus múltiples formas, se ha hecho dueña de las familias, de las ciudades, de las culturas. Aún así, y en el peor de los escenarios, quiero imaginar que las niñas y niños de esos lugares tendrán sueños parecidos a los de otros niños de cualquier otra parte del mundo, porque lo de soñar va por dentro y ahí no interviene nadie más que uno mismo, y porque en el fondo, los sueños siempre son deseos de felicidad, aunque la felicidad no llegue a ser más que una cosa chiquita que cabe en un bolsillo descosido.

Lo cierto es que a medida que pasan los años, la infancia se vuelve más y más importante. No es solo por los recuerdos que atesoramos de cuando éramos pequeños, es también porque volver a la infancia es reconocer la importancia de nuestros sueños. Por eso cuando la infancia se pierde, no porque desaparezca sino porque no es posible dar con su escondite, las personas se sienten frustradas, no son capaces de controlar sus emociones y tampoco su agresividad: este es el motivo por el que recurren a la violencia como único camino para solucionar conflictos. Por contra, cuando no se pierde ni se olvida, una sensación de difusa felicidad nos acompañará toda la vida aun en los momentos más amargos. Para muchas personas ancianas, los sueños de la infancia son casi asunto de vida o muerte y por eso la reviven constantemente, por eso a medida que envejecemos visitamos la infancia y no nos cansamos de tenerla al lado nuestro. Ella es lo que nos queda cuando nos vamos para siempre, quizá, también, porque es lo único que no se marcha del todo aunque la echemos.

En una ocasión encontré a José Saramago en la librería Pérgamo de Madrid, una librería que recientemente ha echado el cierre, por cierto. Él acababa de publicar su libro “Mis pequeñas memorias” y yo quería acercarme a él para decirle lo mucho que había disfrutado con su lectura, y la manera en la que me había sentido identificado, pero no me salían las palabras, era como si me encontrara frente a un ser extraordinario al que no sabía cómo dirigirme. Él viendo mi nerviosismo me sonrió, y yo entonces alargué mi mano para estrechar la suya. Tras mi saludo y mis palabras entrecortadas, él salió de la librería cargado de libros y yo entonces imaginé que lo volvía a encontrar en otra ocasión, días más tarde, en la misma librería, y que nos hacíamos amigos, que él me invitaba a visitarle en Lanzarote, que es donde vivía, y yo tomaba un vuelo para acudir a la cita y allí hablábamos durante largas horas de la ceguera que cubría el mundo, pero también de la infancia, de nuestras infancias y de todos esos sentimientos que continuamente se despiertan cuando tratamos de recordar lo más íntimo. Volví a la librería al día siguiente a la misma hora, y al otro, y al otro, pero José Saramago ya se había ido.

Es curioso cómo, a veces, palabras con la misma raíz llegan a significar cosas tan distintas, o cómo palabras con sonidos parecidos pueden ser tan opuestas

Un par de años más tarde falleció, así que yo no pude cumplir el delirio de colarme en su vida como aprendiz de escritor universal pero me quedó su sonrisa para siempre como uno de los mejores regalos que jamás he recibido. Desde aquel día, soy cada vez más niño. Y los sueños de incansable escritor se amontonan en mi cabeza. Ahora soy un activista literario y sé que no podré dejar de serlo.

Es curioso cómo, a veces, palabras con la misma raíz llegan a significar cosas tan distintas, o cómo palabras con sonidos parecidos pueden ser tan opuestas. La paranomasia tiene esos juegos con el lenguaje capaz de desvelar todo tipo de contradicciones. Sucede con disparar y disparate, arma y amar o infantería e infancia. En los tres ejemplos la disonancia es clara y pone en evidencia una de las claves más tenebrosas de la sociedad en la que vivimos: una cultura que ama por encima de todo el belicismo que conduce al disparate, a la locura, y que es capaz de arrastrar a sus todavía niños a matar, de igual manera que puede colocarlos como escudo o como objetivo de un brutal escarmiento.

La infancia es la gran perdedora cuando la violencia consigue una de sus más preciadas metas: amedrentar al planeta con la idea de que solo el odio nos puede dar la victoria, cuando en realidad lo que hay detrás es un simple comercio de armas que llena los bolsillos de un puñado de psicópatas. En un mundo donde reina la violencia desde el mismo momento en el que es inculcada la competencia como única forma de sobrevivir frente a los demás, resulta que la infancia es la auténtica víctima. Ella no tiene otros argumentos que la inocencia que le es propia.

Sirvan estas palabras para un único objetivo: reclamar para la infancia su trascendental función salvífica del ser humano. Sin ella estamos abocados a la extinción, o como especie o como seres capaces de tener sueños. Y no sé qué es peor, si que desaparezcamos o que sobrevivamos en un mundo en el que está prohibido soñar porque la infancia como tal ya no existe. Reivindiquemos la infancia, alcemos la voz para decir que somos incapaces de olvidarnos de ella ni un solo segundo.

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