La Opinión de Zamora

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Agustín Ferrero

Las viejas navidades y la guerra de Putin

Cerré los ojos, deseando fervientemente volver a sentir como un niño

El carné que acredita a Putin como agente de la Stasi.

En mi deseo de seguir quitando la telaraña de la tristeza, que ahora se encuentra en la guerra de Putin, me animé a hacer pie, tomando impulso en mi columna anterior. En ella decía que es posible revivir escenas del pasado poniéndonos en contacto con aromas u olores de otros tiempos. Así que, buscando en Internet alguna colonia o perfume de la época de “Maricastaña”, encontré una loción para después del afeitado, llamada “Floid”, que usaba alguno de mis antepasados. También colonia para niños, “Nenuco”, de uso generalizado en el último tercio del siglo pasado. Ambos perfumes, por unas u otras razones, los tengo gravados en la memoria. Sorprendentemente, he podido comprobar que continúan usándose, por lo que me ha resultado fácil hacerme con un frasco de cada uno de ellos.

Aplicando el principio de la teoría proustiana, estuve varios días olfateando insistentemente el “genuino Floid”, sin conseguir traer al presente ningún episodio del pasado, lo que me llegó a desanimar un poco. Una semana más tarde probé con el perfume “Nenuco”. Lo hice de manera compulsiva, convencido de obtener el resultado esperado. Y así vino a ser, pues, de repente, vi a un niño que caminaba calle arriba, a paso ligero, camino de la pastelería-confitería del barrio. Su madre le había encargado la compra de unas barras de turrón. Porque aquel día era Navidad, y había que hacer un extraordinario para salir de la rutina del cocido diario, y de las sopas de ajo, que calentaban el estómago cuando el invierno cerraba las ventanas. El chaval iba pensando que, a esas horas, la confitería estaría cerrada, porque el reloj del ayuntamiento marcaba las tres de la tarde, y el cartel colgado en la puerta de la pastelería decía, bien claro, que ese día solo se abría hasta la una y media.

Las imágenes iban y venían, mezcladas con las que, en ese momento, escupía la televisión. Eran como orines de odio, ya que resaltaban los desastres provocados por Putin en las principales ciudades de Ucrania

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La tienda, como él suponía, no estaba abierta. La pastelera, que vivía en una minúscula vivienda, justo encima del comercio, veía desde la ventana cómo el chaval intentaba acceder sin éxito. Al reconocerle le mandó subir. Arrimada a la camilla, al calor de un brasero de cisco, acababa de dar cuenta de una apetitosa comida. Justo era el momento de los postres. Así que el chaval pensó que habiendo allí tantos dulces la confitera iba a darse un festín. Pero cual no sería su sorpresa cuando pudo comprobar que su postre consistía en una tabla de quesos con otros complementos, sin ningún aliño, todos huérfanos de azúcar. Tal descubrimiento le sorprendió sobremanera, y le hizo ver que a la gente le atraían más aquellas cosas que no tiene a mano todos los días.

De vuelta a casa, con las barras de turrón envueltas en papel de estraza, vio cómo la mesa del comedor aparecía cubierta por un mantel con laboriosos bordados que solo se usaba en las grandes ocasiones. También había una vajilla de “San Claudio”, que solía estar en la vitrina del viejo aparador de castaño.

Aquella mañana había habido movimiento en la casa, pues alguien había sacrificado y desplumado el pollo que el día antes habían comprado en el mercado. Sin duda, aquella operación la habría llevado a cabo el abuelo, pues a su madre le daba cosa hacerlo. O como decía ella: “yo con guisarlo y hacerlo en pepitoria ya he cumplido”.

Lo de comer pollo por Navidad era la excepción a la regla, pues aquel manjar, criado en corral, era un don de los más apreciados en aquellos años de penuria, en los que lo que primaba era la mera supervivencia. De hecho, para asegurar el abastecimiento de la población, el Gobierno había puesto en circulación “cartillas de racionamiento”.

Faltaban pocos días para que llegaran los Reyes Magos a Zamora. Daba fe de ello el programa que EAJ-72, Radio Zamora, emitía todas las tardes. En él, sus Majestades leían las cartas enviadas por los niños, regañándoles si no se habían portado bien durante el año, lo que les ayudaba a justificar algún recorte en los juguetes solicitados. Y es que la economía no estaba para grandes dispendios.

Estas y otras imágenes iban y venían, mezcladas con las que, en ese momento, escupía la televisión. Eran como orines de odio, ya que resaltaban los desastres provocados por Putin en las principales ciudades de Ucrania. Cerré los ojos, deseando fervientemente volver a sentir como un niño, y tener la ilusión de ver los juguetes que me iban a dejar los Reyes Magos. Intenté convencerme de que aquellas impactantes imágenes de la tele no eran reales, sino creadas por Oliver Stone para un próximo remake de “Platoon”.

En aquella pelea de vaivenes, pudieron más las largas cabelleras y luengas barbas de Sus Majestades, que la avanzada calvicie de Putin. Y los trajes de seda oriental, y capas de terciopelo, rematadas con pieles de armiño, dejaron en segundo plano a los uniformes militares de los asaltantes rusos.

Había pedido como regalos un estuche con pinturas, una pistola, y un coche de hojalata. Era lo que había soñado durante todo el año. Pero pensándolo mejor, y sin necesidad de que los Reyes metieran la tijera, la intuición le hizo renunciar a la pistola. Una vez más, el recuerdo olfativo había funcionado.

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