Aquella mañana, no muy lejana, me sentía un tipo extraño dentro de mi cuerpo, como si no estuviera seguro de ser yo, de ser el hombre que caminaba los pasillos del hospital; el que visitaba un día sí, y otro no, a los enfermos en la Sala del Coronavirus; el mismo que intentaba procesar su dolor, en ese duro pantano del silencio.

Todos ellos tenían en común, que por circunstancias especiales de la vida, caprichosas, incluso inescrutables, eran pacientes inmunodeprimidos: cáncer, trasplantados de órganos, esclerosis múltiples por recibir inmunosupresores y otros.

Su sistema inmunológico desajustado, débil, estaban esperando la tercera dosis con prioridad.

Pero el tiempo, no conoce normas y adultera minutos, horas, días. Nadie tiene la culpa.

“En el campo hay un tiempo para labrar la tierra, un tiempo para echar la simiente, y otro para recoger los frutos” (J. Sacristán).

En los hospitales, apenas cuenta el tiempo, y los enfermos caminan esperanzados por ese terreno que se adivina como una llanura de tierras cultivadas y el ruido del silencio en sus oídos.

Un día cualquiera del calendario –imprevisto- se levantaban como agotados, devorándolos la fiebre, y casi sin poder respirar, siendo ingresados en la UCI, para intubarlos y que el oxígeno retornara a su lugar.

El virus –sin pedir permiso-, se había ensañado en sus pulmones, infectándolos en el contexto de esa tormenta viral de las citoquinas.

Su sufrimiento lo hice siempre mío, intentando procesarlo en lo más profundo de mi alma.

Para compartir. Compartiendo las cosas se pueden ver de otra manera, alimentando incluso la esperanza del vivir.

A unos, los espíritus malignos que caminan sobre la hierba rala, desmochada, sembrada de piedras, los incorporan en el duro templo de los cementerios.

A otros los devuelven a sus casas: momento feliz para los intensivistas protectores.

A unos, los espíritus malignos que caminan sobre la hierba rala, desmochada, sembrada de piedras, los incorporan en el duro templo de los cementerios. A otros los devuelven a sus casas: momento feliz para los intensivistas protectores

Me reconozco – desde la primera vez que mi memoria me trae su recuerdo en él, en el amigo, en los muchos años de amistad.

Su vida biológica, había transitado por los terrenos de la serenidad, calma, subiendo juntos cerros y montañas, respirando el aire vivo de las alturas.

Éramos y somos. Atropellábamos la tristeza con palabras.

Estábamos vacunados y esperábamos ilusionados la tercera dosis.

“Tiene su aceite el candil”. “Bien en manojos o bien en ristra nos seguirán comprando los ajos”. (J. Sacristán). Por eso la espera se nos hizo gratificante.

Por circunstancias ajenas a su voluntad le visitó apenas sin darse cuenta, la inmunodepresión.

Una mañana me llamó, acudí de inmediato a visitarlo: sus ojos húmedos, denunciaban una expresión indescifrable; muy alejada de lo que se me permitía ver en ellos. Se había infectado.

Procesé clandestinamente todo su recorrido por los caminos transitados de lo que conceptuamos fruto del azar: la enfermedad. Le había acosado en varias ocasiones el COVID, pero su sistema inmunológico lo potenció la vacuna, llenándole la sangre de anticuerpos anticoronavirus (inmunidad humoral), y de Linfocitos T activados: células de memoria (inmunidad celular), doblegando al “bicho”, no dándole salida: desapareció; lo que le ha permitido a mi amigo continuar transitando – incluso – por los campos adulterados por escobales y maleza venenosa; por esas huertas que llamamos “en adil”.

Y mi corazón se alborotó.

La plenitud de la existencia se había hecho en los dos.

Transito, continúo caminando por los mismos pasillos que estos dos años. A veces no se por donde voy en mi ceguera.

Finaliza la avaricia contagiosa en grado sumo de la sexta ola.

Camino por esa apacible llanura de tierras cultivadas.

Que había pasado; que iba a pasar, que podrá pasar más tarde.

El tiempo se alarga como una promesa lenta, dudosa, incluso esquiva.

La tierra, otros mundos, siguen dando vueltas alrededor de sí mismos.

Y a mí, me siguen comprando los ajos, bien en manojos o bien en ristras; la simiente sigue funcionando.

¿Ha pasado todo ya?

(Antonio López es Catedrático Emérito de la Universidad de Alcalá)