Si, una tarde ha sido – entre todas las tardes juntas – verdaderamente difícil y dura para mí, fue aquella, en que contemple la figura de Sandra descompuesta en la sala de visitas del Hospital Psiquiátrico de Colmenar.

No quiero recordar; yo no quiero retenerla ni por un minuto más en mi memoria; y, si no deseo recordarla, es por el insulto y la provocación de tan decrépita figura, que me parecía un fantasma de la eternidad maligna.

No quiero recordarla, sin embargo lo deseo, porque esta ilusión no puede terminar así.

La miro una y otra vez desde mi imaginación, intentando, vanamente reconocer en ella a alguien que yo hubiera visto alguna vez, pero es como desear un imposible.

Tiene, en la expresión de su rostro, la misma impronta del delirio que se había apoderado de madre los últimos años de su vida, con la luz de la mirada en ninguna parte, pupilas dilatadas, midriáticas, con la piel de todo su cuerpo acartonada, invadida de arrugas que el tiempo ha ido esculpiendo, el tronco perdido de la verticalidad, desmoronado, aunque, todavía con la fuerza suficiente en sus manos, para que apoyada en un bastón, la reconociera de pie, invadida por el inconfundible deseo de no dejarse vencer.

La observo desde la totalidad escénica del cuadro, y me parece más fuera de ente mundo que dentro de el.

Le pregunto y calla. Le hablo y no entiende mis palabras. La miro y no me encuentra. Me levanto, regreso a ella, y nada ni nadie se ha movido.

Carece de memoria, para ella y para mí; nada puede contarse ni contar. Y es este deseo expreso por encontrarle alguna distinción y no poder obtenerla, el que me angustia y me rebela, entre otras cosas, porque si que poseo su imagen placida y serena, confinada durante muchos años, a la visión de una foto a la que he acudido siempre que me sentía acuciado por la necesidad de desmontar el misterio de su enfermedad.

No, desde luego que no le pierdo la mirada a pesar de su ausencia, de su lejanía a la inmolada en un papel y a la forjada en una fragua de mi imaginación: no consigo reconocer, en ella, ningún vestigio entre lo que fue y lo que ahora es.

Saco la foto - su foto- de la cartera, y se la enseño y, derrotado por su silencio y abulia, termino por convencerme de que se la estoy enseñando a nadie.

Su carencia de respuesta a cualquier estimulo es tan evidente que, mirando a Ana, en un acto reflejo se vencimiento, le sugiero que no merece la pena continuar en la sala de visitas mirando un espectro, un fantasma del pasado.

En un último esfuerzo de rebelión, regreso de nuevo a ella cuando ya habíamos iniciado la salida, y al mirarla a los ojos por última vez, desde el umbral de la puerta una evidencia última de sudario empapando sus conjuntivas me dice que algo está pasando, y no me lo puedo creer; pero termino rindiéndome ante la realidad de unas lagrimas que empiezan a progresar por sus mejillas, ajenas a cualquier colorido, exentas de toda impureza, acudiendo exaltados mis flujos a mi corazón y al latido extemporáneo de mis muñecas.

Insisto; tomo de nuevo la foto y se la acerco amorosamente al territorio espacial donde alcanza su mirada, intensificándose el efluvio de sus lacrimales y de que, en la hondonada de su enigmático cerebro, algo se ha puesto en marcha, algo que me resulto difícil de descifrar.

La miro una y otra vez desde mi imaginación, intentando, vanamente reconocer en ella a alguien que yo hubiera visto alguna vez, pero es como desear un imposible

Dos lágrimas -entre el tumulto-, se desprenden del rostro, goteando sus piernas y desorientándome por no saber precisar con exactitud si son fragmentos del agua del rio Recobo.

–Ha ocurrido otras veces -me apunta quien debe hacerlo y cuya presencia yo he olvidado-.

No es infrecuente que les pase a todos los que por aquí andan. Debe ser la memoria vieja, que les trae recuerdos en momentos de lucidez. No sé, algo que les viene de un pasado muy lejano, y que acudiendo a ellos, les saca los recuerdos.

Detrás de esa indolente y rígida apariencia, se esconden cosas en la cabeza que la ciencia aun no ha podido descifrar.

–Entonces, ¿no se lo ha provocado la visión de la foto?

–Pienso que no; los estímulos vienen muy dentro de ellos. Les alcanza un recuerdo extraviado y la tristeza se les amontona en las entrañas.

Y de pronto va Sandra y se le arranca la voz:

–Cállese; no grite, me dicen; pero yo no me doy cuenta de lo que está ocurriendo.

Se levanta; de pronto se levanta; y caminando a pequeños pasos por la sala como un peregrino, recordando aquellas palabras: “Eres la tonta de Recobo. ¡Cuánto tiempo sin veros, sin saber nada de vosotros!”.

El tiempo se me ha roto, y tan solo soy capaz de recordar ese postrero instante; esas palabras. Hay como una laguna en mi cerebro, como un vacío, como muchas lagunas en las que se me borra toda mi vida, desde luego la que tú y yo vivimos. Me asaltan, a menudo, las cosas de mi infancia; mi niñez se desliza con frecuencia, y yo me permito, me dejo arrastrar, en esa primeriza memoria, por mis juegos que parece que traspasan mi silencio y se hacen voces para con los que ahora vivo.

¿Qué día es hoy? ¿Qué hago yo aquí? ¿Dónde estoy?

Se para. Calla y se para. Me mira a mí y a quien junto a mi esta.

–¿Por qué me miran así? Todos llegamos a lo mismo: con el pensamiento, la vida, rotos. De una o de otra forma, el final del recorrido es el mismo para todos. Váyanse. Déjenme en paz.”

Y Sandra regresa a lo de siempre; se aposenta en la silla, se apoltrona en su rigidez, desorbita la mirada, enmarca linealmente su tronco, empaliza una junto a otra sus encorvadas piernas, y apoyando las manos en el bastón, volvió a lo de antes, a su embarrancado mundo, al emparedado de ausencias y pesadillas; a la muerte en vida, no es peor morir.

Cuando quiero darme cuenta, la noche ha caído como una penumbra densa en la totalidad del mundo.

Tan solo un fragmento de luna focaliza la cara de Ana, enlenteciéndose, en el discurso de la noche de Recobo, en el que nos encontramos, idéntico a un pensamiento que se me enlutece desde la lejanía, en la que ahora yo me encuentro.