Los días de asueto no dan para mucho últimamente. De hecho, cada vez soy menos exigente con los planes para luego ser autocomplaciente con los escasos resultados. En tiempos de escasez, creo que hay que ser benévolo con uno mismo. Sin exageraciones, pero comprensión.

En estos días amontonados, porque a mí se me amontonan, he leído mucho menos de lo pretendido, he ordenado escasamente, he comido mucho peor de lo habitual y, eso sí, he dormido, lo que no es baladí en mi caso. De lo planeado, poco, como de costumbre. Eso sí, he vuelto a ver alguna serie, lo que normalmente se me hace imposible.

En estas fiestas de mesas reducidas y prevención del grupo, mi costumbre de mirar y buscar a mi alrededor respuesta a las dudas universales se vuelve restringida y, muy a menudo, monotemática. Al tratarse de mi campo de cultivo para estas líneas, temo mucho resultar egocentrista y repetitiva, pese a que, como procrastinadora profesional, lo uno me lleva a lo otro, y eso a lo de más allá.

A nadie se le escapa que la televisión y las series dan una imagen deformada de nuestra sociedad. Se muestra lo que se quiere mostrar y, desgraciadamente, no se suele profundizar demasiado en lo real

Cuando hablo de series siento decir que no me rijo por las modas, así que he visto varios thrillers, nórdicos y británicos. Evidentemente, no dejo de observar diferencias estilísticas con las producciones nacionales, pero cuando veo estas series me doy cuenta de que hay un elemento que me acaba chocando siempre, algo que vuelve a ponerse de moda en estos momentos de listas de propósitos y anhelos por cumplir: el aspecto y el concepto de cuerpo mayoritariamente aceptado.

Muchos podrán opinar que el turrón me ha afectado más de lo normal, pero debo confesar que solo me declaro adicta al roscón de reyes que, para mi alegría, me afecta únicamente en un período limitado de dos días. Superado ya, creo que he pasado la resaca como para poder ser clara en mis ideas.

A nadie se le escapa que la televisión y las series dan una imagen deformada de nuestra sociedad. Se muestra lo que se quiere mostrar y, desgraciadamente, no se suele profundizar demasiado en lo real. Desgraciadamente, esa es una idea muy nuestra, y lo es porque es verdad en nuestro caso. Sin embargo, si se tiene una mirada atenta, es fácil desgajar, de historia y contexto, formas y perspectivas diferentes dependiendo de la nacionalidad del producto.

En los últimos años, por ejemplo, la televisión pública da salida a una cantidad ingente de telefilms alemanes de calidad infame que nos acompañan durante la siesta del fin de semana. Personalmente, nunca he entendido que, con la cantidad de profesionales que existen en ese gremio en este país, nadie se haya planteado profundizar en esta producción que Buñuel llamaría “alimenticia”. Mala con ganas, pero con un evidente mercado, mejor hacerla que comprarla, pero no es ese mi tema. En esas películas vemos historias increíbles en parajes, generalmente británicos, con actores guapos y jóvenes y otros no tan jóvenes. Siempre hay lugar para esas generaciones que aquí se borran del mapa a la primera de cambio. Gente mayor, todavía viva y con inquietudes. De hecho, muchas otras de esas películas tienen como protagonista precisamente a esa generación. Una tercera o cuarta vuelta en el juego de la vida en una época en la que de verdad ocurren.

Siempre me han gustado las series de la BBC, por su factura y sus guiones, de modo que las sigo con adicción una vez comenzadas. Es, evidentemente, otra división comparado con lo anteriormente mencionado. En estos días he visto varios thrillers de pocos capítulos y me he enganchado a alguna otra de esas, con tintes clásicos, que duran años y años. Y me he vuelto a sorprender. Actores y personajes de edades diversas, razas diferentes, y con estereotipos físicos tan variados que me sería imposible clasificarlos. Capítulos donde aparecen discapacitados físicos o mentales, guapos, ancianos, niños acogidos, niños adoptados, jóvenes, homosexuales cuando la trama que se plantea no trata ni de ancianos ni jóvenes, ni de discapacitados ni de niños acogidos ni de homosexuales ni heteros. Son simplemente lo que son, parte de nuestra sociedad. En uno de los capítulos, el detective responsable de la investigación va en silla de ruedas y tiene que solicitar un ayudante para que lleve una rampa y así poder acceder a escenas de crimen y casas con escaleras. En otro, un personaje secundario no tiene un brazo, lo que resulta evidente visualmente, pero que no es pertinente en ningún momento en la historia. Los ancianos aparecen como gente adulta con los problemas que naturalmente tienen, sin dar una imagen edulcorada y falsa con el fin de atraer un público fácil. Otro de los capítulos tiene lugar en una residencia después de la primera ola. Un ejercicio de sinceridad.

Siempre he pensado que, en nuestro imaginario nacional, hemos intentado aproximarnos mucho más a la cultura americana que a la europea, queriendo parecernos a una imagen y a unos estereotipos que no se corresponden ni a nuestra cultura ni a nuestra fisionomía. Sigo pensándolo. Nuestras series siguen presentando a jóvenes neumáticos, con apartamentos preciosos en lugares inalcanzables adquisitivamente hablando, pero que luego resulta que trabajan haciendo chapucillas. Ya me dirán cómo. Con gran esfuerzo me he visto las series de Netflix, adaptación de las novelas de Elisabet Benavent, donde las mujeres son las protagonistas. Para mi gran dolor, todas ellas son monísimas, viven carreras profesionales interesantísimas y que, pese a supuestamente tener muchos problemas económicos, les permiten vivir en el centro de Madrid en casas antiguas de lo más chic. Sus parejas, buenos o malos, son siempre como sacados de un catálogo de modelos. Si nos vamos de este tipo de serie, lo que vemos es que lo que sale de la “norma” pasa a ser el centro de la trama. Conozco el gremio y sé de la casi imposibilidad de hacer series que reflejen la vida real, generalmente rechazadas, y lo a menudo que se propone a los guionistas tal o cual personaje, siempre estereotipado, como el niño, el abuelo o el adolescente, para atraer presuntamente a un grupo de espectadores.

Aterrizando en esa realidad y en el momento actual, creo que alguien debería recordar que las calles están pobladas por gente normal, variada y pegadas a un día a día que es obviado en nuestras pantallas. En mi entorno, las bromas con carga sexual vienen de mujeres de sesenta años y de amigos jóvenes por igual. Los problemas de pareja aparecen a los treinta, a los cuarenta y a los setenta, con buenos trabajos o sin ninguno en absoluto. En casas chic o en otras de sesenta metros donde viven seis personas. Gente que se levanta a las cinco de la mañana para ir a trabajar. Con hijos en otros países. Gente que se disfraza de Papá Noel para la fiesta de la guardería de su nieta y se emociona contándome que se lo ha pasado genial. Gente que teme la jubilación de su pareja. Gente guapa que tiene marcas en su cuerpo que le recuerdan las malas experiencias y que le impiden estar en ese grupo de guapos. Treinteañeros que se sienten solos porque se creyeron las series americanas y no entienden qué es lo que no funciona en su vida. No entienden por qué ellos no.

En estos tiempos en los que tantas crisis psicológicas acaban convirtiéndose en serios problemas de auto concepto, sobre todo entre los adolescentes, ¿para cuándo presentar en nuestras pantallas una operación bikini que nos recuerde que hay bañadores de todas las tallas y para todas las ocasiones?.