Son las 8.10 h de la mañana y el tren no ha recorrido ni solo un centímetro de la estación de Zamora, a diferencia de sus pasajeros, que resignados a esperar, deambulan de un lado para otro. Acumula un retraso —expresión con la que convivimos quienes optamos por la fórmula ferroviaria— de una hora, y cada minuto cae a plomo en los relojes.

Hace un año decidí mudarme con mi familia a Zamora. Podíamos haberlo hecho a Madrid y dejarnos atraer por su gravedad, pero la existencia de un tren que prometía conectarme con la capital en una hora y media inclinó definitivamente la balanza. Desde entonces el retroceso en los servicios de Renfe ha sido constante y manifiesto, y la reciente adopción de un sistema de tarifas “similar al de los aviones” —como me explicaba aquel día una interventora ante mi cara de asombro por ver desaparecida la prometedora “ida y vuelta” que se llevó también por delante el cambio gratuito de billete—, ha sido la gota que ha colmado el vaso.

No se trata de retener a las personas en las provincias emulando a las grandes ciudades mediante una creación esquizofrénica de aeropuertos, museos o universidades. Se trata de no vaciar la España vacía, permitiéndonos llenar sus trenes.

Celia Guilarte Calderón de la Barca