En Occidente las democracias parlamentarias viven momentos de profundo desconcierto. La desafección general de la ciudadanía crece sin remedio, motivada por el abuso de fórmulas y métodos partitocráticos, con estructuras administrativas o funcionariales ajenas a la preocupación e intereses del ciudadano común. Aun así, antes que a prácticas abusivas cuando no simplemente corruptas, el fenómeno quizá responda a la crisis de los idearios que, desde la posguerra, inspiraron una acción política consustancial al modelo de sociedad abierta.

Ocurrió con la socialdemocracia, víctima hoy de la bancarrota y la acreditada inviabilidad del Estado del bienestar, desde la voracidad de sus políticas fiscales, unida a la hipertrofia de aparatos burocráticos al servicio de fines asistenciales ilimitados, incluso en situación de quiebra de las finanzas públicas. Pero ha ocurrido también con el ideario conservador que identificaba políticamente a las clases medias, desdibujado a raíz de estrategias centristas o liberales, sumisas no menos que plegadas a la hegemonía política de la socialdemocracia a lo largo del último medio siglo. Conservadurismo, en definitiva, que renunció a sus señas de identidad, a su programa y verdadero espacio político.

Más allá de las formas teatrales de un populismo que se convierte en excusa para la descalificación interesada no ya de la izquierda, sino de sectores liberal-centristas que comparten la misma base sociológica y electoral, hay lugar para lo propiamente conservador, aun dentro de la marea gregaria y socializadora que se impone por doquier, a remolque de la demografía o el progreso tecnológico. Mas acotarlo obliga a definir con precisión los grandes ejes de una doctrina que, en la fidelidad al Estado de derecho y a un sistema de libertades, pasará por la defensa de tres valores irrenunciables, así la propiedad privada, la familia y el imperio de la ley, precisamente todo aquello que una izquierda radicalizada debido al fracaso de la socialdemocracia y su siempre zigzagueante proyecto, al menos teniendo en cuenta sus nada recomendables orígenes, ataca desde un designio estatista, contrario a la autonomía de la persona y la libertad individual.