La carcasa de los relojes más caros del mundo es de cristal, para que podamos extasiarnos ante su complejidad mecánica. Además de dar la hora, enseñan el truco gracias al que son capaces de darla. La maquinaria de los relojes no es bella porque el relojero lo haya pretendido. Su belleza es un efecto secundario de su eficacia. El constructor de ese ingenio buscaba eficacia y economía, lo mismo que el del motor de un coche. Que las tripas funcionen y que ocupen poco espacio. La sorpresa es que al abrir el capó del automóvil o la caja del reloj nos encontramos con una escultura bellísima. Se lo digo a mis alumnos de escritura creativa: Si vuestra escritura es económica y eficaz, será necesariamente bella. La belleza, en cualquiera de los ámbitos en los que nos movamos, es siempre un «daño colateral».

Ayer, paseando por el parque, me sorprendió el porte de una mujer que caminaba con un perro grande. El conjunto llamaba la atención porque parecía haberse colado en nuestra instancia desde otra que, siendo parecida, brillaba más. La mujer y el perro grande pertenecían, por así decido, no a mi parque, sino a una versión platónica de mi parque. Ella vestía un abrigo de lana dotado de una hermosa capucha y, a juego, unas botas marrones que le llegaban hasta las rodillas. Iba muy arreglada para la hora (las nueve de la mañana) y su melena, muy cuidada, le llegaba hasta los hombros. El animal y la mujer se movían al mismo ritmo, como si ambos llevaran los compases de una música que procedía también de una dimensión diferente.

Comencé a seguirlos porque caminar detrás de aquella pareja era como construir un relato. Un relato que se deshacía al tiempo de hacerse. Se hacía por delante y se deshacía por detrás. Había en el parque una niebla de puré de guisantes, de modo que la mujer y el perro aparecían y desaparecían de mi vista como un par de fantasmas. En esto, entramos en una especie de burbuja y me fue dado ver al perro y a la mujer como si ambos tuvieran la carcasa de cristal. Les veía los pulmones y el estómago y los intestinos, que latían como el interior de un reloj, como el motor de un coche automático encendido. Economía y eficacia, me dije. Y en ese instante cesó la alucinación.