Hace ya muchos años, un joven compañero del periódico en el que yo entonces trabajaba y que se encontraba haciendo prácticas en Valladolid, vivió una historia kafkiana, o casi, cuando en pleno centro de la ciudad, ahora capital de la región, y ante las puertas de su Ayuntamiento, en plena Plaza Mayor, fue abordado de repente por un individuo que de forma amenazadora dijo reconocerle como un rojo de la guerra civil, causante de muchas muertes que, según le dijo a gritos, no iban a quedar impunes. El estudiante de periodismo que tenía muy poco más de veinte años hizo protestas de la flagrante equivocación, pues ya entonces -era la década de los 60- hacia más de dos décadas que la contienda había terminado, lo que hacía de todo punto imposible la disparatada acusación. Pero el individuo, bien vestido, no cejaba en su empeño por lo que al compañero, según nos contaría luego, se le ocurrió llamar a dos policías municipales que hacían guardia ante el Consistorio. Nunca lo hubiese hecho, porque los dos agentes admitieron la historia, se lavaron las manos y decidieron llevar a la comisaría a los dos. Una vez allí, al periodista, pese a hacer constar reiteradamente su condición de tal, le tuvieron retenido varias horas, incomunicado y sin ninguna explicación, pese la tremenda evidencia de la falsedad de los hechos. Hasta que un policía de paisano le contó que el individuo era un loco, con psicosis de guerra, que acababa de salir del manicomio a donde le habían vuelto a llevar. Cosas de la dictadura, parece.

Pues, no, porque ahora mismo, medio siglo después y también en Valladolid ha ocurrido una historia semejante, igual de kafkiana y de la que ha sido protagonista y víctima un modesto jubilado que se dirigió al Ayuntamiento con el ilusionado deseo de ver al alcalde para contarle lo que entendía como una injusticia por parte del servicio municipal de transporte, que le había retirado el bonobús gratuito del que llevaba disfrutando 18 años. Pero en la puerta principal de la Casa Consistorial le pararon dos agentes locales que le dijeron que no podía entrar por la puerta principal sino por la del público, en un lateral, a lo que el pensionista protestó enérgicamente por lo que acabó siendo esposado, y llevado a comisaría y de allí a los juzgados. En total y entre unas cosas y otras, hasta que una juez le puso en libertad, aunque con el cargo de resistencia a la autoridad, se tiró el hombre, retenido fuera de su casa, unas 20 horas.

O sea, que no han cambiado tanto algunas cosas y que todo puede suceder cuando se cruza el umbral de determinados ámbitos. En plena democracia, un jubilado acaba en un calabozo por querer ver al alcalde de su ciudad y se le impone una sanción que supone el 25% de su paga de pensionista. En Zamora ha habido, en tiempos no tan lejanos, alcaldes que tuvieron rifirrafes en la calle con ciudadanos que solo querían ser recibidos para contar sus casos y a los que ni se había respondido en su solicitud de audiencia. Y en Madrid, ahora mismo, Esperanza Aguirre, presidenta regional del PP, cuando es multada por dejar el coche en el carril-bus por los agentes municipales de tráfico, sale de estampida, tirando una de las motos de los policías. Luego, nadie la retiene, claro, y está por ver si habrá sanción.