Pobladura ha vivido durante siglos, como el resto de los pueblos alistanos, con la cruz a cuestas del minifundismo, ese que nació inmediatamente después de comprar sus posesiones al marqués de Alcañices y que se acentuó en la posguerra, con familias numerosas, donde las herencias, -pues a todos había que dejar algo-, se repartían en tantas partes como hijos tenía el fenecido. Fue así como tierras, «fundales», prados, huertas y cortinas fueron reduciendo su grandeza hasta límites donde es imposible labrar o pastorear sin pisar tierra ajena. Hay lugares donde tan pequeñas son las fincas que si un labriego se pone a cavar la tierra al levantar la azada hacia atrás para tomar impulso le rompería la cabeza al vecino, pues ni esa maniobra es posible hacerse sin salirse de la propiedad propia a la ajena.

Fue Pobladura pueblo grande, a nivel poblacional, que grandeza mantiene con su historia, aconteceres y gentes amantes y defensoras de la tierra que les vio nacer allí donde se cruzan los caminos: vereda real de Castilla a Galicia y la senda trashumante del llano a la sanabresa Sierra Segundera. Que lejos quedan ya aquellos tiempos de penurias, sudores y sacrificios, de grandeza humana, por 1960, con rapaces alegrando las calles, mozas en filandares y mozos de alborada y ronda, adultos labrando la tierra y cultivando la vida por cañadas y cordeles. Han pasado cincuenta y tres años y la soledad se adueña de campos y solanas: noventa y cinco héroes sobreviven aferrados a su tierra y su esperanza.

Aquellos fueron pasados gloriosos, estos un puñado de valientes que quieren ser presente y el futuro pasa necesariamente por la concentración parcelaria. Renovarse o morir. Aún por caminos cuesta arriba, siempre queda la esperanza.