Como un trueno ha estremecido al mundo la renuncia de Benedicto XVI. En la bimilenaria vida de la Iglesia es un suceso excepcional pues cuenta con raros antecedentes; el más conocido por mejor historiado, es el caso del breve pontífice San Celestino V, el ermitaño sacado de su retiro para dar fin a un interregno papal demasiado largo y dañino para la cristiandad. Renunció muy pronto, en un ejemplar gesto de humildad: reconociendo sus escasas luces, se sintió incapaz de pilotar la nave de Pedro en medio de aquel mar embravecido. Evidentemente los pontificados de Pedro Angelario, el «papa angélico»; y de Joseph Ratzinger, el papa intelectual, pueden ser considerados paralelos solo por el hecho singular de la renuncia ante situaciones arriscadas de la Iglesia; Celestino V abandonó por probada incompetencia; Benedicto XVI, sobrado de talento, por falta de fuerzas, minadas por la vejez y la enfermedad. Con sus insólitas decisiones, ambos papas confirman la definición de santa Teresa: la humildad es la verdad. (¿Mienten por soberbia los políticos?).

El pueblo fiel y sencillo ha reaccionado con sorpresa y pena ante la renuncia de Benedicto XVI: lo admiraba, lo amaba y acaso lo compadecía por creer que las fuerzas del mal se habían concitado contra él. Es cierto que muy pocos de los últimos papas se han visto libres de enemigos y detractores, porque es lógico que se ataque a la Iglesia por el timón; pero solo con los sufrimientos de Pío XII podrían compararse los soportados por Benedicto XVI. El rencor y la mentira se cebaron en sus vidas y en su obra. Incapaces de enfrentarse dialécticamente con el poderoso talento de Benedicto XVII, el laicismo izquierdoso y la progresía clerical fabularon falsos clisés que han vendido como verdaderos y objetivos. No hace falta retroceder mucho para comprobarlo: la campaña contra el último libro «La infancia de Jesús», significó un buen ejemplo de falsificaciones, osadía y desvergüenza. Es cierto que una vida dedicada a la Iglesia corre el peligro de ser torticeramente interpretada. A lo largo de muchos años el servicio de Ratzinger ha revestido la mayor trascendencia, al tener encomendado, nada menos, que el tesoro de la fe. Se le ha tildado de conservador, pero ¿qué hay que hacer con un tesoro sino conservarlo?: de tejas abajo, es también la recomendación del economista sensato que aconseja conservar y multiplicar las ganancias. Algún comentarista se adelanta a alertarnos contra la probabilidad de que el próximo papa pertenezca al bando despreciable de los conservadores: habrá campaña para evitarlo. Por su parte, los partidos políticos han respondido como era de esperar; respetuosos con la decisión del papa, aunque Elena Valenciano dijera con cierta sorna que hubiera deseado otra noticia: a nadie se le debe negar el derecho a creerse ingenioso. No podía faltar el recurso mediático al indeclinable disconforme: ya dijo el incisivo Muñoz Alonso que siempre habría un Miret Magdalena dispuesto a opinar al son del medio.

No es lícito ni medianamente honesto poner en duda las razones esgrimidas por Benedicto XVI en justificación de su renuncia: la falta de fuerzas, la ancianidad y la enfermedad reflejada en rostro y gestos. Cabe, sin embargo, preguntarse: falta de fuerzas, ¿para qué ? Ahí podría estar la causa última de la sorprendente determinación personal: la situación extremada de la Iglesia. Joseph Ratzinger ha dado con el diagnóstico cierto de la enfermedad: la crisis profunda de la fe, origen de los males -moral baja, corrupción creciente- que hoy tienen invadido el mundo. Ha meditado largamente sobre sus fuerzas, como aconsejaba el clásico: ha comprobado sus limitaciones y prudente y humildemente, deja que tallen otros. Mas suena a rara paradoja que un papa de talla inconmensurable como Benedicto XVI, renuncie al Pontificado precisamente en el Año de la Fe cuando se conmemora el cincuentenario del Concilio Vaticano II; dos celebraciones singulares para la Iglesia católica, promovidas con entusiasmo contagioso, por el propio pontífice. No debe ignorarse que se han soltado los «demonios familiares» del tiempo posconciliar empeñados en interpretar el Vaticano II a su manera. ¿Tiene algún significado que Benedicto XVI haya utilizado el latín para anunciar al mundo su trascendental decisión? ¿Es que ha reivindicado el idioma de la Iglesia? Se preguntaba, al parecer alarmado, un televidente de bar.