Tengo comprobado que la gente confía en los que llevamos uniforme, me decía orgulloso del suyo el señor Primitivo San José; añadía que el peatón despistado acude siempre al personal de uniforme, quizá porque lo cree investido de autoridad y mejor informado. El señor Primitivo había nacido en Casasola de Arión, industrioso pueblo vallisoletano limítrofe de Villalonso. En el difícil, invisible en algunos aspectos, Madrid de la postguerra, el señor Primitivo era tranviario de cuota, esto es distinguido profesional del trole. Le fue confiado unos de los primeros tranvías «1001», un modelo que entonces significaba modernidad y mejor servicio; después fue nombrado inspector de la empresa. Por aquellos años yo viví acogido como pupilo en su casa. La señora Ángeles, la patrona, se las ingeniaba para hacer milagros con el racionamiento. La cosa es dar alguna satisfacción a la andorga, comentaba el señor Primitivo. Algunas tardes me ofrecía un pedazo del boniato que estaba merendando: pruébelo, me animaba, que el boniato es un tubérculo con un sabor muy especial. Entrábamos en conversación. Siempre tenía alguna peripecia curiosa que contar; el tranvía -pontificaba- es un buen observatorio para conocer idiosincrasias; viajando incontables veces, de Sol a Ventas y viceversa, se ve, se oye mucho y se aprende mucho de la vida. Asiduo lector de periódicos, mi patrono añoraba «El sol», principalmente por las charlas de «Heliófilo» que ponía como ejemplo. En resumen: el señor Primitivo amaba su oficio, vestía satisfecho el uniforme, trataba a los viajeros con amabilidad y podía exhibir cierta cultura. Pienso que algo parecido pretenden la alcaldesa madrileña y el honrado gremio del taxi con la nueva ordenanza.

Dada la disposición manifestada por los taxistas, cabe esperar que Ana Botella tenga mayor conformidad de los taxistas en el punto de vestimenta correcta que Juan Pablo II con los curas y frailes: el bondadoso Papa prefería que llevaran el hábito; en caso contrario, que usaran el «clerigman» o que, al menos, vistieran con elegancia. No lo consiguió y el bueno de don Marcelo González llegó a hablar de desobediencia habitual. Se nos ha dicho que cada tiempo trae su afán; también, sus paradojas. Nunca se había defendido con tanto entusiasmo la identidad sacerdotal como cuando se prescindió de su acostumbrada seña de identificación. Don César Sánchez Llamas, eficaz mayordomo del Seminario, solía argumentar así: por el hábito sabemos a quién podemos recurrir en la calle si necesitamos ayuda espiritual: al monje o clérigo que lo lleva. Pero la moda -«la dona móbile»- condenó un día uniformes y hábitos que durante siglos habían sido signo de distinción y motivo de orgullo. «Blancas y radiantes», las novias los preferían uniformados: de militar, marino, aviador, ingeniero, arquitecto, estadístico. Se contaba de Acedo Colunga, gobernador civil de Barcelona, que se hizo jurídico del Ejército del Aire porque su novia deseaba presumir de novio uniformado ante el altar. Pero llegó un tiempo en que llevar uniforme militar fue desaconsejado «propter metum» a ETA, y las mujeres valoraban la importancia política de sus maridos por el número de escoltas que los protegían.

Allá por los años sesenta del pasado siglo el taxista madrileño se desprendió de la gorra reglamentaria: un día se congregaron en la plaza de la Cibeles numerosos taxis; sus conductores tiraron las gorras al suelo. Jesús Suevos, a la sazón alcalde accidental, cedió al reto, aunque era hombre con gusto por la norma y la jerarquía. La nueva ordenanza no impondrá ninguna prenda de uniforme: solo exigirá vestir con la corrección propia de una función pública. En cuanto a la obligación de presentar el título de la ESO para obtener el permiso de taxista, hay que considerar que contribuirá al prestigio del gremio. Alegar que para conducir un automóvil no se necesitan títulos no parece razonamiento acertado. Tampoco en el taxi el saber ocupa lugar. El taxista es más que un conductor de vehículos; por ser buen conocedor del tejido urbano, actúa a veces como guía amable y eficaz del forastero que en el trato del taxista recibe la primera impresión de la ciudad.