Usain Bolt tiene en su poder un montón de récords y no sólo en las tablas de la IAAF. El hombre más rápido del planeta, capaz de cubrir cien metros a 44,42 kilómetros de velocidad media, posee también la plusmarca mundial de convocar a más gente ante el televisor para seguir el espectáculo más fugaz de la historia. En menos de 10 segundos, o de 20 si se trata de los doscientos, nos deja boquiabiertos y discutiendo sobre el límite de sus posibilidades.

Lucky Luke fue el único vaquero del lejano oeste capaz de disparar más rápido que su sombra. No se descarta que Bolt llegue un día a ganar a su propia sombra a la carrera. De momento en la pista no se le conocen rivales. Se permite por ello gestos al cruzar la meta que en otro serían considerados irreverentes, soeces incluso con el contrario, pero que en él incluso se jalean porque forman parte de esa parafernalia que le ha convertido en alguien único. Porque Bolt tiene una doble licenciatura como deportista y como actor que sabe utilizar sabiamente. Tiene estudiadas tanto las zancadas que debe dar como el ritual de gestos a realizar al inicio y al final de cada prueba. Es al tiempo una máquina de correr y de hacer dinero, por eso dosifica los esfuerzos al final de cada carrera a mayor gloria de los venideros ingresos en su cuenta nada corriente. En los Juegos se gana la gloria, los récords y los cheques quedan para los posteriores grandes mítines por medio mundo.

No merece la pena bucear entre los resultados y entre las diferentes competiciones en busca del monarca de los Juegos. Lo es Bolt. El jamaicano, que hoy puede completar en Londres con el relevo 4x100 la triple corona de oro que ya consiguió en Pekín, no tiene rival ni como atleta ni como personaje mediático. Phelps tendrá más oros y más medallas que nadie en las alforjas, pero sólo a Bolt le sobra con diez segundos para dejar al mundo con la boca abierta.