Desde hace años vengo observando un fenómeno curioso: nadie sabe (ni se preocupa por saber) cuánta gente pasa el verano en sus pueblos de origen o allá donde tengan una casa o parientes que se la presten. Son los turistas reales pero virtuales, esos que no figuran en ninguna estadística ni cuentan para nada a ningún efecto. Cuando se habla de ocupación hotelera, pernoctaciones y demás no existen; cuando se analizan gasto medio, compras, aportación al comercio local, etc, tampoco. En teoría, con los datos oficiales en la mano, son personas que ni comen ni beben ni duermen ni se mueven ni respiran, o sea ectoplasmas llegados de Madrid, Bilbao, Barcelona, Valladolid y el extranjero que ni gozan ni sufren; únicamente deambulan en grupo por los caminos (antes en chándal, ahora han mejorado el hato) cuando llegan los crepúsculos y juegan la partida, si se hace mesa, después de comer.

El resultado de tal experiencia es sorprendente: en una provincia como Zamora, en verano, la población crece y los pueblos se llenan de hombres, mujeres y niños inexistentes. Va usted por la calle, saluda al amigo que acaba de llegar de Alcorcón y, en realidad, está usted abrazando a un fantasma por mucho que en el DNI ponga que se llama Agapito Hidalgo Recio. Se ventila usted una merienda al tute con los primos de Baracaldo y la verdad es que está usted jugando solo, y que canta las cuarenta en bastos para nadie y que los cuatro cafés se los tendrá que tomar usted mismo porque los otros tres son pura invención. Lo más raro es que estas cosas solo ocurren en los pueblos de aquí, de tierra adentro, esos que no cuentan para casi nada quizás porque están habitados a diario por labradores, una especie en extinción. Usted va a Benidorm o a Torremolinos en un viaje del Inserso, o como se llame ahora, y ahí sí figura a todos los niveles: ocupante de un autobús, residente en un hotel, visitante de un museo, excursionista a Terra Mítica, usuario de un gimnasio subvencionado para mantenerse en forma y así sucesivamente. Incluso puede darse la paradoja de que usted sea un número estadístico perfectamente evaluable y controlable cuando va de Fuenlabrada a descansar en Cullera, pero se transforma en un ser anónimo, vaporoso y diluido en la nada cuando veranea en Aliste, en esa aldea que figura en su carné de identidad y a la que usted sabe que volverá algún día para quedarse definitivamente.

De modo que muchos zamoranos de la diáspora tienen, sin saberlo, una triple personalidad: vecinos de Pinto, residentes temporales en Alicante y donnadies, cero patatero, en Sayago, donde pasan un par de meses en verano, la Semana Santa, el puente de la matanza, algunos fines de semana para sembrar la huerta, vendimiar y dar una vuelta por la casa y los inevitables días de funerales, bodas y demás obligaciones morales y sociales. Sin embargo, y aunque las estadísticas la desdeñen, esta última personalidad-actividad tiene, además del emotivo, un alto componente económico, ese que es el único que parece contar ahora. Los veraneantes-inexistentes, los que vuelven a sus pueblos, generan un movimiento pecuniario importante. Aunque la crisis traiga cada vez más turistas-turbo diésel (andan mucho y gastan poco), los pequeños negocios locales se benefician bastante y alcanzan una actividad muy superior a la de otras etapas del año. Tiendas, carnicerías, panaderías, fruterías, etc., aumentan sus ventas; los bares suelen estar llenos; se incrementa el consumo de los productos más tradicionales y añorados como vinos, quesos, dulces, embutidos, jamones; se hacen reformas en las casas para regocijo de albañiles, escayolistas, electricistas y fabricantes de puertas y verjas; se compran ropas más ligeras y hasta se adquieren algunos décimos de lotería por si acaso toca en el pueblo y se nos ponen los dientes largos.

Sin embargo, y pese a todas estas evidencias fácilmente constatables, nadie se ha preocupado de saber la repercusión real del veraneante autóctono en la economía de su lugar de origen. Quizás este turista atípico, que oficialmente no existe, sea directamente responsable de que nuestras comarcas no se hayan despoblado aún más. Gracias a él se mantienen negocios que de otra forma habrían cerrado. Por eso deberíamos cuidar todos mucho más este asunto. Empezando por las propias instituciones, tan dadas a la solemnidad y a las declaraciones huecas cuando inauguran o presentan algo y tan olvidadizas a los pocos minutos, cuando ya no son electoralmente rentables. Lo digo porque se ve por ahí cada instalación que podría ser medalla de oro al abandono y a la desidia. Y, oigan, preocúpense por saber más datos del turista-inexistente. Tal vez sea algo tan exclusivamente nuestro como el alga de la Laguna de los Peces. Y nos podríamos forrar. ¿Se imaginan a la Diputación exportando turistas-inexistentes? Un filón.