El Convento franciscano de Nuestra Señora del Soto habita solo, alejado. Un santo decapitado en su fachada anuncia que hace mucho que los franciscanos marcharon de allí, uno de los muchos vestigios de las vidas pasada de un monumento declarado Bien de Interés Cultural (BIC) que hoy, y desde hace mucho, se encuentra en ruinas, rodeado de viñedos, en plena comarca de Tierra del Vino y encajado en la Vía de la Plata.

El convento que fue palomar, huerta y ruinas

La fundación del convento dio origen a la villa y según asegura en sus libros Jesús-Lucas Rodríguez García -uno de los pocos que se han detenido en él- el nacimiento fue de manera sencilla, una construcción lejana a los restos que se pueden encontrar hoy. El principio de esta historia es, por tanto, una ermita que se cree, vio colocar sus primeras piedras allá por el año 1350. Sobre ella se constituiría años después el convento, habitado por franciscanos de la tercera orden regular, con fecha de en 1403 según una bula del Vaticano. La fundación canónica llegó poco tiempo después, en septiembre de 1406. Pasarían más de cuatro siglos hasta que el último monje saliera, para siempre, de allí.

El convento que fue palomar, huerta y ruinas

De la vida de los franciscanos en Nuestra Señora del Soto poco queda, al igual que de la estructura del convento, porque además de la fachada, a penas el crucero resiste junto con los paramentos y cuatro arcos del claustro que siguen en pie, rodeados de árboles frutales silvestres. Detrás de la maleza pueden descubrirse los vestigios del antiguo esgrafiado en la piedra, sombras de aquello en donde hubo de haber lienzos, y una pequeña fuente labrada en la pared con forma de cocha –aunque la pieza es de más de 2 metros de profundidad–, imagen que se repite en algunos de los rincones de las ruinas, puede ser porque durante mucho tiempo, el convento sirvió de hospital de peregrinos.

El convento que fue palomar, huerta y ruinas

Cuatrocientos años en los que la orden habitó el convento han dejado poco o nada que contar, porque todo documento o registro se perdió entre el paso de las tropas francesas y la desamortización de Mendizábal, cuyo primer aviso fue registrado en 1821 y que en 1835 expulsó a los franciscanos definitivamente. De cuando se fueron se conserva un inventario, redactado a encargo del obispado de Zamora, en el que figura la lista de enseres, las 228 hectáreas agrícolas que pertenecían a la propiedad y el nombre de los cinco frailes que allí vivían.

El convento que fue palomar, huerta y ruinas

A partir de ahí la historia del convento fluye sin rumbo. Un nombre clave que resuena en la epopeya es el de Fray Sebastián Delgado, quien, tras la desamortización, compró el convento al Estado un 12 de diciembre de 1895. El precio por poner el templo a su nombre quedó saldado con 5.000 pesetas, una pequeña fortuna para un fray que decidió hacer su residencia privada el monumento. Cuando falleció, el convento regresó al obispado, donde pasó pocos años sin mayor pena ni gloria.

El convento que fue palomar, huerta y ruinas

Ni volvió a dedicarse al culto ni a labores, el convento pasó sin mayor uso que el de dejarse contemplar, por lo que pronto se convirtió en un lastre para la iglesia, deshabitado y propicio al vandalismo, mantenerlo y conservarlo era un coste que en aquel momento no era posible permitirse. El deterioro era patente, y se decidió ponerlo en venta. Se dice que lo compraron entonces las cinco familias más pudientes del pueblo, y desde aquel momento, el convento franciscano fue utilizado como cantera, como huerto, como palomar, como corral y hasta como mercado medieval, ya entrado el siglo veinte.

El convento que fue palomar, huerta y ruinas

Clandestinamente, los muchachos de Villanueva de Campeán han paseado sin permiso por entre las ruinas, reconocen los que ya dejaron la niñez atrás. Porque lo que queda del templo es un poco suyo y un poco del pueblo también, aunque la titularidad de este Bien de Interés Cultural sea privada. Las historias de excursiones para adentrarse entre la maleza se repiten generación tras generación, como explica Horacio Navas, natural del pueblo que hace años desarrolló una investigación sobre el convento “igual que lo hicimos nosotros, lo hicieron nuestros padres y también nuestros abuelos”, jóvenes que trepaban y se inmiscuían entre las grietas para descubrir qué sería aquello que escondería esa fachada con una inmaculada y un santo decapitado, al que le arrancaron la cabeza, sin querer, en una de estas tropelías, mientras trepaban hasta lo alto.

Navas recuerda de niño haber visto una foto del convento en la que aun conservaba el tejado. Ahora, a cielo abierto, se deteriora cada día un poco más. Una vida en la que ha tenido muchos oficios, y que a día de hoy aún se utiliza una pequeña parte como huerta, en la que se comenta, hay una piscina. Ente los proyectos fallidos para rescatarlo, la historia de un alcalde que intentó recuperar la titularidad pública de este BIC, y unas bodegas que pudieron haber sido la solución para mantener -sin caer en banca rota- este patrimonio, pero estos proyectos no pudieron ser, y ahora, son solo anécdotas que jamás ocurrieron.

El convento desaparece poco a poco desde hace décadas: primero, la piedra, también la madera y cada vez queda menos

De momento, el convento está deshabitado. Propiedad de varios dueños –muchos de los cuales viven lejos de Villanueva– el convento desaparece poco a poco desde hace décadas: primero, la piedra, también la madera y cada vez queda menos. En 2014 el muro que protege el convento se cayó. Las aberturas naturales de acceso a las naves están comidas por la maleza, quien entra, lo hace por entre las grietas, el nuevo camino entre las ruinas. En ellas aún puede descubrirse un remanente de vida, es posible leer la historia de las generaciones de Villanueva de Campeán que asaltaban cada día, como un parque de juegos y aventura, las preciadas ruinas, sobre las hay inscripciones de los ochenta y noventa grabadas en la piedra, nombres de amigos y primeros amores, entremezcladas con los nichos de palomas y los símbolos franciscanos.

La patrona, que ahora descansa en la iglesia local, fue sacada del convento, un lazo que continúa vivo.

El pueblo de Villanueva de Campeán, tan solo a unos metros de distancia del convento, está ligado a él. Será porque no es posible obviar el monumento, a lo lejos, mientras se pasea por los alrededores. Será porque primero fue la ermita, y luego el pueblo. Será porque la patrona, que ahora descansa en la iglesia local, fue sacada del convento, un lazo que continúa vivo. Poco a poco, las ruinas flaquean. Los intentos por reconstruir el convento no flotan –de momento– en el ambiente: la situación se encara demasiado compleja para un Ayuntamiento y un centenar de vecinos. Aún así, el convento continúa en pie, obstinado a permanecer en pie hasta en la última de sus piedras.