Síguenos en redes sociales:

Al grano

Días turbios (y negros)

Ahora más que nunca necesitamos una Iglesia valiente, la que no se calla

Días turbios (y negros)

La vida es un camino que siempre acaba antes de llegar a la meta. El recorrido existencial cruza por campos verdes, zonas boscosas, desiertos, quiñones de colza y pozos negros, también pozos negros. Ahora, los que vivaqueamos por aquí, en esta provincia crisálida, estamos pasando por un pantano oscuro, donde cuesta caminar sin que los pies acaben enfangados y pegados a la mierda.

La condición humana es insondable. Somos, cada uno, pequeños universos que se rigen por leyes no escritas, que cada cual interpreta a su manera dentro de un marco global que procura la convivencia bajo unas premisas más o menos aceptadas por todos. Somos herencia genética, química, agua, mal y bien, el alma retorcida, que vamos aplicando con cuentagotas y en dosis que determina nuestra personalidad.

Hechos como los que acabamos de conocer gracias a la condición periodística -la que nunca debe morir- de nuestra compañera -y amiga- Irene revuelven las tripas y ponen al ser humano a los pies de los caballos. Es imposible entender que haya hombres que puedan arañar hasta ese punto a la humanidad en su conjunto. Más difícil de comprender es como un colectivo, una institución calla durante años y tapa con una manta lo que rezuma podredumbre.

Nadie pone en duda de que existen dos Iglesias. Una, la que ayuda, instruye con el bien por bandera, cuida a los desfavorecidos y alienta a los que necesitan apoyo. Y otra, la que oscurece, tapa y mira para otro lado con tal de mantener una estructura que solo tiene sentido cuando cumple la función primera. La segunda tiene que ser desterrada porque siembra males e involución. Para eso se necesita un cambio de rumbo y mucha claridad, mucha luz que ilumine el pantano oscuro. Y valentía.

A quienes nos beneficiamos de la primera, de la Iglesia que educó a varias generaciones de niños pobres en unos valores universales, inmutables y positivos, nos cuesta aún más digerir lo que ocurrió en esa misma época, en dormitorios sombríos donde pululaban sacerdotes con la misma supuesta fe que los que nos enseñaban a nosotros latín, matemáticas o inglés. Resulta incomprensible y doloroso imaginar esas escenas turbias, asquerosas, donde el poder con mayúsculas se ejerció rompiendo todas las leyes humanas y divinas. Valentía, por Dios; necesitamos una Iglesia sana.

Pulsa para ver más contenido para ti