Fue una sombra fugaz, un centelleo de gelatina en el humor vítreo que pasó desapercibido para las más de 200 personas que llenaron la sala «San Isidro» de Sanzoles. Ocurrió cuando José María Martín, Carrasco de Venialbo, interpretaba con voz alargada y doliente «Alfileres de colores» de Miguel Poveda, una joya colorista, un poema oral preñado de luz que espolvorea destellos de la Sevilla más tópicamente sensual. Así fue: una insólita mariposa, menguada, gris, levantó el vuelo junto al escenario. La volvoreta triste se elevó un par de metros y cayó al suelo. Particular homenaje al cante grande. La alada inconsistente resucitó un instante de su agonía ante la fuerza de las metáforas desgranadas por el cedazo de la garganta prodigiosa del de Venialbo y cayó fulminada por el esfuerzo. No pudo aguantar tanta belleza. El duende se hizo crisálida.

La velada flamenca fue un monumento al buen rollo y a la hermandad que levanta el cante de siempre. Esta provincia lleva en sus genes el gusto por la canción sentida. Nunca se silenciará en estas tierras de interior reseco y frío el eco de la seguidilla castellana que prestó los intestinos a la otra seguiriya, la que conforma, con la soleá, la columna vertebral del cante jondo. Sanzoles vivió en la noche del sábado y la madrugada del domingo una fiesta inesperada, la que hermanó a vecinos con decenas y decenas de foráneos que acudieron a la llamada del grito sentido de la pena y la alegría.

El cartel: José María Martín, Carrasco de Venialbo, que siguió los compases de la guitarra de Miguel «El Churre», de Toro; y Ángel Hernández «El Fary de Sanzoles», que hizo lo propio con los acordes de Luis González Puga, de Zamora, aunque enraizado en el pueblo de Tierra del Vino. Fue un concierto cabal, sin truco -tan raro en estos tiempos-, un hilo que fue creciendo hasta hacerse maroma gracias a la voz sin ambages y el tintineo ronco de las cuerdas de la guitarra, que superó incluso el sonido destemplado de una megafonía sincopada que intentó domar Luis Ignacio Puga.

Carrasco, de Venialbo y también de Sanzoles por parte de padre, con el plus de jugar en casa -o casi- aunque viniera de una jornada larga y húmeda en la campiña donde tiene su trabajo, se estiró y puso más profundidad que nunca. Hizo llorar a su familia (su padre y su madre, sus hermanos, unidos hasta la médula por el orgullo que inocula la casta), a sus amigos, a un auditorio complacido, aunque dividido entre quienes mantuvieron el silencio religioso y los que -mal-entienden que el cante con aplaudir al final de cada pieza basta y sobra, pero no es así.

Tiene madera de arce el de Venialbo y una voz capaz de acoplarse a todos los palos. Hay profundidad y sentimiento perdidos en un corpachón casi de niño. 23 años consumidos y toda una vida por delante para aprender. Lo más probable, que se quede en eterna promesa, que nunca acabe de entender que el cante jondo solo se puede interpretar a la perfección cuando se ha bebido a sorbos la técnica y se ha interiorizado la liturgia de un decir que se absorbe tras muchas horas de -supuesto- perder el tiempo. El cantaor tiene que sufrir con un aprendizaje de monje y sentir en plenitud cuando ha desgranado las mil y una metáforas que pueblan los cantes populares, de los que manan letras universales.

Lo más probable es que nunca llegue a triunfar el de Venialbo porque no ha nacido en las tierras sureñas que surgen debajo de Despeñaperros ni ha tenido una educación musical. Incluso así lo tendría difícil porque destacar, muchas veces, es más cuestión de suerte que de mérito.

Pero Carrasco si llega a mayor sin poner toda la carne en el asador, siempre tendrá un vacío en su pasado y algo de que arrepentirse. Cuando uno tiene un don singular tiene la obligación de darle de comer y agrandarlo. Solo se consigue a base de esfuerzo y sacrificio. Y esas miles de horas en las que se navega en un mar de soledad sirven o para el triunfo público de cara a la galería o para el triunfo privado de haber hecho lo que corresponde, aunque solo sea para uno mismo.

Carrasco calentó una noche gélida, oscura, sostenida sobre la exangüe candela del cuarto menguante. Y lo hizo, poniendo todo el fuego sobre el asador, con Luz de Luna, según versión del «Cabrero», una canción que sube al cielo con una letra repleta de una levadura sentimental que hace botar el alma. El clima, que no podía ser más tórrido, se atemperó un poco con la «Petenera», que tenía que haber brotado más tarde, cuando la voz, ya caliente, sabía a sangre.

Ángel Hernández, «El Fary de Sanzoles» tiene una voz privilegiada para la copla, que le permite entrar con poderío también en algunos palos del flamenco. Aficionado cabal, sigue avanzando junto a su mentor y guitarrista Luis González Puga hacia la perfección, un camino largo pero que merece andarse porque la recompensa es enorme.

Sus guiños y dejos, con letra de González Puga, aludiendo a gentes del pueblo fueron muy aplaudidos. Ligados con el clásico «lerele», mencionó a algunos de los buenos aficionados al cante, nacidos en la localidad, y ya fallecidos. Sus nombres entrelazados y cantados hicieron aflorar la emoción entre los presentes.

Carrasco, Ángel Hernández, «El Churre» y Luis González Puga repitieron actuación en Sanzoles. Lo hicieron por primera vez y con mucho éxito el pasado mes de agosto, coincidiendo con la semana cultural. Entonces el sonido fue más nítido y se pudieron apreciar mejor las habilidades y el arte que atesoran también los guitarristas.

Los cuatro suman ya un rosario de actuaciones por la comarca que les ha dado un nombre y que les empieza a abrir otras puertas de zonas alejadas de la Tierra del Vino. Lo que empezó casi como un juego, se ha convertido en un acontecimiento popular que llena escenarios, algo insólito en el ámbito rural, siempre tan abrazado a la penuria.