Los días eran largos, como años sin pan. Entonces se llevaban los de treinta horas. Mi madre y todas las madres engañaban al calendario, hurgando aquí y allá para estirar el tiempo. No había premios, el esfuerzo y la jera bien hecha eran la única medalla. Ver crecer a los hijos sanos, sobrevivir a las cuitas diarias, completar un mes tras otro sin sobresaltos, ese era el triunfo, ese era el sueldo.

Hablo de otra época. La mujer campesina no tenía vida propia: bracera de acero en el campo de mieses, trabajadora incansable en las viesas interminables salpicadas de remolacha azucarera, asistenta en el hogar, cocinera de sueños, ordenadora de una pieza que era mecano de mil, nunca se cansaba (o si se cansaba nadie lo notaba), se desvivía por sus hijos y atendía al marido, comodón muchas veces.

La mujer rural de la que yo hablo ya está muerta o tiene tantos años como dolores acumulados. Ha visto como se desplomaba todo su universo a pesar de que ella siempre apuntaló las columnas para que fueran más fuertes. Mira por la ventana de su casa y ve vacío y oye como llueve el silencio. Su marido se fue hace años y su mundo también. Ahora todo es espera, dejar pasar las horas, esas que tanto aprovechaba antaño.

El fin de semana viene su hijo con los niños y su mujer. La hija vive fuera y llama por teléfono dos veces a la semana. "Estoy bien, vosotros no os preocupéis, ocuparos de lo vuestro que es lo importante". Nieva y ya no hay alegría como entonces. Ahora ya no mira al cielo sino al suelo. Caminar es un reto, no caerse es llegar a la meta. Visitar a sus dos amigas en la residencia del pueblo de al lado es su momento de luz y de oscuridad. "Se ha muerto Juana, la del tío Pipa". Llora. Mira sus manos y ve mariposas. Sopla para que vuelen.