Juan tiene 35 años y volvió al pueblo hace cinco años desde Madrid donde trabajó de albañil durante casi diez años. Ganó dinero en los años locos del boom de la construcción, hasta 3.000 euros al mes llegó a embolsarse en las mejores épocas trabajando de encofrador a destajo. Pero llegó la crisis y el edificio se vino abajo. Irrumpió el paro, las desilusiones, la espera.

Aguantó dos años sin hacer nada, pero la vida es muy cara en la capital y él se había acostumbrado a vivir bien. Las reservas se resintieron y la familia insistió e insistió en que volviera al pueblo, a las raíces, a trabajar con su padre en la nave de vacas. Al final lo convencieron y regresó. Padre y madre empezaban a tener achaques y la explotación cada vez daba más trabajo porque la necesidad y la escasa rentabilidad había obligado a aumentar el número de reses. Pero aún así daba suficiente para vivir.

Le costó adaptarse al pueblo, a lo pequeño. No es fácil hacer el camino inverso, hay cierta sensación de fracaso, es como desandar el camino. Pero lo hizo. No entendía el sistema, que para producir leche tuvieras que pagar unos derechos, una cuota, en tiempos de liberalismo económico. Se afilió al sindicato y allí a veces planteaba sus dudas. Pero dejó de hacerlo y al final se acostumbró a lo que había. Si quiero producir más, compro más cuotas y ya está. Se olvidó incluso de la paradoja de que España consuma 9 millones de toneladas de productos lácteos al año y solo pudiera producir seis y medio.

En un plis plas llegó el liberalismo económico, el final de las cuotas, los nervios.

Juan lleva casi un año en el aire. La leche se la pagan a poco más de 30 céntimos litro y la rentabilidad se ajusta tanto que algunos meses apunta números rojos en el libro de la explotación. Así no se puede seguir. Está desesperado y a punto de darle un cerrojazo a la historia de la familia, cogerse a la Mari y marcharse, otra vez, a Madrid. A los que mandan le importa tres cojones el campo.