En la literatura española ha solido tratarse con cierto desprecio la figura del hombre rural, así como su manera de expresarse. Mirado por encima del hombro por los urbanitas, la palabra "villano" sufrió una evolución semántica y, de servir para referirse a un habitante del campo, pasó a designar a los malvados, a los individuos de mala catadura moral.

En concreto, la forma de expresarse del campesino era continuamente objeto de la befa, la burla y el escarnio. En la literatura clásica, por ejemplo, era muy corriente ridiculizar el lenguaje de los rústicos empleando el sayagués, una fabla convencional creada por los cultos, a partir de palabras deformadas, arcaísmos, leonesismos y exclamaciones chuscas, precisamente para provocar las risas de los que se consideraban superiores. E incluso, hasta hace relativamente poco, era bastante recurrente que los cómicos en sus espectáculos apelaran a caracterizarse de paletos (boina calada, muecas grotescas, entonaciones hiperbólicas?) como recurso casi infalible para provocar la hilaridad entre el público.

Bien es cierto, sin embargo, que en la literatura bucólica la figura del pastor era tratada con simpatía, pero no dejaba de ser artificiosa. No se preocupaba por el ganado, sino por, siguiendo los presupuestos de la filosofía neoplatónica, cantar sus cuitas amorosas, en medio de una naturaleza idílica, bajo una anchurosa haya, en un verde prado, al que no le faltaban ni blancas azucenas ni coloradas rosas, ni arroyo de aguas cristalinas lamiendo juncos y puliendo guijas.

Asimismo, en la recreación del tópico latino del "Beatus ille", magistral la de Fray Luis de León, se incide en las ventajas de la vida del campo sobre la de la ciudad, en el influjo benefactor de los gorjeos de las aves al alba o del murmullo de la brisa entre los árboles para alcanzar la felicidad, para despreciar el afán de riqueza, de oro, ese espléndido tirano que reverbera en palabras quevedianas, y para cercenar el deseo de halagos y lisonjas, ese viento que lleva al hombre a andar "desalentado con ansias vivas y mortal cuidado".

Y sin embargo, todas estas loas a la vida campestre, a la existencia en contacto con la naturaleza, se realizan a través del léxico culto, de la retórica grecolatina. De ahí la importancia de escritores, como Delibes, entre otros, que han sabido elogiar y defender la vida del campo a través de la mentalidad y de las palabras de labradores cincelados por las escarchas y los bochornos, de pastores que guiaban los rebaños por trochas y cañadas, de viticultores arriñonados, de cazadores de gozques sin pedigrí y morral de cuero sobado, de mujerucas que remendaban pantalones de pana a la anémica luz de los candiles.

Ciertamente, estos hombres usaban vocablos, ya casi desaparecidos, que todavía despiertan su nostalgia porque agitan el poso dorado de sus recuerdos de antaño, términos que aluden a aperos ( "tornaderas", "horcas", "bieldos", "purrideras", "trillos"?) o a medidas en desuso al imponerse el sistema métrico decimal ( "fanegas", "heminas", "celemines"?), algunas de las cuales denominaban la extensión de tierra que podía arar una pareja de bueyes o mulas en un día ( "jera", "obrada", "yera", "huebra"?), o la cantidad de grano que podía trasportar una caballería en un viaje, que tal es el origen de la palabra "carga" otrora muy difundida por los pueblos de Castilla y León.

Son términos, en definitiva, arrojados al negro pozo del olvido por la mecanización de las faenas agrícolas, tal como sucede con las piezas del arado romano ( "cama", "dental", "vilortas", "pescuño", "mancera"?) o con los montones de mies o morenas que hacían los segadores, apañiles y atropadores antes de que existieran las cosechadoras; y luego cargaban en los carros los purridores y disponían los componedores para llevar la mayor cantidad posible de espigas a las eras y preparar la trilla, de la que se sacarían las parvas que se limpiaban con ayuda del viento para separar el grano, de la paja, del tamo, de los granzones y de la pusla.

Es lógico que semejantes voces ya solo comparezcan en conversaciones agridulces evocadoras de la algarabía en las eras y del bullicio en los rastrojos, pero siguen existiendo realidades que en esa lengua rural tenían un nombre que corre el riesgo de morir por la tendencia cada vez más frecuente a envolver todo en la niebla de una generalización empobrecedora.

Donde el hombre de ciudad ve un campo uniforme, sin diferencias, los expertos ojos del labrador ven más cosas, clasifican los pagos desde la perspectiva de su antiquísima profesión, y distinguen entre unas tierras productivas y otras que no lo son, entre el terreno cultivable y el monte y los baldíos, entre los pardos barbechos y los sembrados verdegueantes en primavera. Y, por supuesto, donde el urbanita ve árboles, más o menos altos o más o menos juntos, la experta mirada del campesino ve arcabucos (montes cerrados y espesos), sardones o carrascales, o mohedas, es decir, bosques intrincados con jarales y maleza, a las que Alonso Martínez Espinar en su Arte de ballestería se refiere como aquellos montes (distintos a los oquedales de suelo limpio, exento de vegetación) que tienen jaras y encinas altas.

Y, al menos los labradores de antaño, distinguían entre las tierras altas, los páramos y los tesos, por ejemplo, y las bajas, las navas y las vegas, donde se formaban los navajos, balsas y aguazales con las aguas llovedizas, y diferenciaban distintos tipos de terrenos por su grado de compactación. En general, se referían a terrenos ligeros o flojos y a terrenos fuertes, pero dentro de ellos tenían sus distingos como el chapazal o chapatal, el samorial o salmorial, los barriales, los lastros, los gredales, la tobiza, la pesnaga, los rubledales o rublezales (pagos que se habían rellenado con el barro de las lagunas y caminos enlodados o ruble)?

De la misma manera que los pastores, al menos los antiguos, diferencian sus reses por su edad y no se limitan a distinguir las ovejas de los corderos, sino que hablan de lechazos, recentales, macacos, cancinas, borras, sobreborras y ovejas, los animales que ya tienen la dentadura completa o cerrada, e incluso las denominan "emparejadas" cuando están criando a los corderos y "artuñas" u "ortuñas" cuando han sido separadas de ellos para aprovechar su leche para la venta.

Asimismo, tanto pastores como agricultores, antaño forjados por la intemperie, a merced de los meteoros, mostraban un vocabulario admirable para referirse, por ejemplo, a los vientos ( "matacabras", "gallego", "cierzo", "regañón", "solano", "zarzagán"?) o a las precipitaciones: "cellisca", "trapear", "cencellada", "pintear", "aguarradas", "jarrear", "zaracear", "asperezas", "torvas", "nubadas", "turbonadas"?

En numerosos ámbitos de la vida, la lengua rural exhibe una admirable riqueza y propiedad, e incluso en nuestra sociedad actual, tan mecanizada e informatizada, se encuentran expresiones que hunden sus raíces en el mundo del campo. Así, por ejemplo, "zarandear" se basa en los movimientos que se ejecutan con las cribas o zarandas cuando se ahecha el cereal, "mezclar churras con merinas" alude a dos razas de ovejas, e incluso la palabra "cultura" deriva de "cultum", que primitivamente era un abono orgánico mezclado con materia vegetal en descomposición, lo que todavía significa el asturianismo "cucho".

Y todavía resuenan por aquí y por allá nombres propios parlantes que etimológicamente remiten al campo, tal es el caso de "Jorge", el que labra la tierra y de "Leticia", alegría, pero, en su origen, el aspecto que ofrecía la tierra al romper la primavera tenaz y cuajarse las plantas y los árboles de yemas y flores.

¡Un respeto a las palabras de los que se dejaron la piel alumbrando majuelos, pastoreando los rebaños entre légamos y carámbanos o segando bajo las canículas de plomo candente del estío!