Tenemos ahora un gran revuelo ocasionado por las decisiones del nuevo presidente de los Estados Unidos. Sus decretos confirmando la promesa de su campaña electoral, según la cual pretendía ser "un presidente para los Estados Unidos" han levantado una polvareda que ha llenado al mundo afectado directamente -los estados explícitamente prohibidos- y a todo el resto del mundo. Son decisiones que, tomadas al pie de la letra, resultan seguramente hasta inhumanas, puesto que se niega a los hombres la posibilidad de buscar una vida mejor o, incluso, la supervivencia en algunos casos. Viendo esos casos concretos, el de algún iraquí que empleó varios años en conseguir llenar los requisitos exigidos para entrar en los Estados Unidos, de acuerdo con la legislación anterior (en vigor hasta la llegada del señor Trump), y terminó por vender todo lo que tenía para recabar los medios del traslado, resulta verdaderamente contrario a los dictados de la humanidad.

Quienes nos hemos hallado en situaciones parecidas, comprendemos el estado de ánimo de tales personas y, naturalmente, medimos en toda su gravedad el alcance de la norma "trumpista". Entendemos cómo es necesario el estudio de una solución especial para resolver estos casos y rechazamos la medida rígida de remitir urgentemente para su país de origen a quienes ya estaban establecidos en los Estados Unidos hace algún tiempo con unos derechos adquiridos que no se han tenido en cuenta. Se trata (una vez más) de un caso en que los subordinados son más drásticos que el jefe supremo; me refiero -claro está- a la rapidez de ejecución en este caso; quienes secundaron la ejecución debieron -seguramente- no precipitarse, sino estudiar las circunstancias antes de proceder al transporte de los deportados. De cualquier manera, tienen razón quienes enjuician peyorativamente la decisión del señor Trump, sin llegar al extremos contrario, como ocurre, por ejemplo, en nuestro país. Me refiero, naturalmente, a la intención del norteamericano de resolver los problemas mirando primero y casi exclusivamente al bien de su país; a su decisión de "gobernar para los Estados Unidos" en primer lugar. Lo excesivo es aplicar la medida a rajatabla y no considerar los casos, uno por uno si es preciso. Los motivos de expatriación que impelen a unos no son iguales en todos los casos: unos son aceptables y atendibles, mientras otros son rechazables de plano, después de un ponderado estudio. Como en la casi totalidad de los casos, "todos los extremos son viciosos"; igual es malo aceptar a todos los solicitantes, sin medir sus condiciones, que rechazar a todos de manera indiscriminada.

Por otra parte, en estricta justicia, parece que debe atenderse en primer lugar a las necesidades de los nacionales y, después las de los extraños, si las posibilidades del país lo permiten. Hoy he leído en la prensa una solución "a la española", que no me ha parecido justa a primera vista: parece que el empresariado español se vuelca por completo en aplicar empleo ,de manera casi masiva, a los allegados, cuando tenemos en nuestra patria millones de desempleados sin esperanza alguna. Uno se pregunta: ¿Por qué no se han aplicado gran parte de esos puestos de trabajo a los desempleados españoles y ahora se hace ese esfuerzo, tal vez sobrehumano, a favor de los de fuera? Cierto que es desesperante la situación de los emigrantes; pero ¿no es desesperante la de nuestros compatriotas en desempleo sin esperanza de llegar a emplearse? Aquí está la abismal diferencia que ofrecen los dos lados del Océano: en uno se acuerda no aceptar a los que llegan, sin el estudio que tanto se ha mencionado; en otro se procede a recibir, sin examinar la situación real del país. Y al decir "situación real" no me refiero sólo a la economía macroeconómica, sino a la situación de todos los ciudadanos del país, los que viven aceptablemente y los que no tienen para vivir. Igual que ocurre cuando se trata de las economías particulares, está bien repartir; pero no está bien "dar todo" a los de fuera y dejar a los de dentro sin ayuda ninguna. Pero en España somos así: nos oprime la desgracia ajena del momento, hasta llegar al límite quijotesco del desprendimiento; en cambio, nos inclinamos más a Sancho cuando se trata de cuestiones ordinarias.