Actuaba con enorme soltura, manteniendo, unas veces, firme la mirada, y otras mirando de refilón y soltando una frase tras otra con enorme seguridad, o exhibiendo una soltura propia de una profesional ante cualquier tipo de suerte. De ahí que, de manera apresurada, llegué a la conclusión que aquello era un show, con guion e intérpretes, moviéndose al ritmo que marcaba el director, y siguiendo meticulosamente los pasos que imponía el regidor. Eso fue hace un par de semanas, en un programa de televisión del que hasta ese momento solo había visto dos emisiones, y de eso hacía ya unos años, cuando comenzaba su andadura. Lejos de sorprenderme, lo que iba viendo ayudaba a reafirmarme en que todo lo que sale en la tele ha sido diseñado previamente con ajustada meticulosidad, y de manera especial aquellos programas que no se emiten en directo y que, por tanto, permiten repetir, cortar, pegar y destruir lo que sea necesario. La actriz en cuestión, aunque sin grandes alardes, lograba una interpretación medida y convincente, y el hecho de no ser una cara conocida hacía que el personaje en cuestión resultase más creíble. El rol que interpretaba no solo no arrancaba simpatías, sino que, incluso, llegaba a ser desagradable e impertinente, pues ejercía de déspota encarándose con otros personajes quienes, según lo que yo pensaba en aquel momento, protagonizaban otros actores del elenco.

Pero, héteme aquí que pasados unos días llegué a enterarme que la actriz en cuestión no era tal, sino una mujer que encarnaba su propia realidad, la de empresaria zamorana, y que sus compañeros de grabación no eran otros sino sus propios empleados. Y resultó que la protagonista de la historia se mostraba enfadada y, presuntamente, engañada por el conductor del programa, quien habría pretendido manipularla, transformando la realidad, ya que, según ella, ni era mal encarada, ni mucho menos déspota, como aparentaba en aquellas imágenes entresacadas de las muchas que debieron obtenerse en los días de grabación. Porque realmente en la tele se le presentaba como una persona intratable y dictadora con su personal, aunque ella insistiera en afirmar que ese perfil no correspondía a su cotidiana conducta mientras dirigía el restaurante, pues de un restaurante se trataba. También hay que decir que el presentador, conductor y arregla entuertos televisivos había dicho todo lo contrario: que no había forma de razonar con la mencionada señora, y mucho menos lograr un consenso que permitiera aplicar remedios en aras a mejorar la explotación del negocio.

Así que, como la actriz resultó no ser tal, sino un personaje real, de carne y hueso y dado que, con posterioridad, se habla mucho del programa en cuestión, vaya usted a saber si los trozos no estarán formando parte de la misma tajada. Porque el hecho de haber fracasado, por primera vez, el objeto del programa, que es el relanzamiento de restaurantes en crisis, da que pensar, como también huele a comedia la actuación, o sobreactuación, de la peculiar empresaria. Así que, en la medida que pasa el tiempo, siento que me acerco más a aquella mi primera impresión, la de que todo corresponde a un guion pactado por las partes, aunque, lógicamente, puedo equivocarme. De hecho, los días que han seguido a la emisión del programa ha sido un ir y venir, y un hablar aquí, allá y acullá de la gente, bien alineándose con críticos y detractores, o con crédulos y defensores.

La imagen que trasmitía el personaje en cuestión, en dicho programa, se acercaba más a una persona con las suficientes neuronas que a otra cosa, siendo, por tanto, difícil de manipular y menos aún de ser cazada por las cámaras en actitud de soberbia o de autoritarismo, como así sucedió, de ahí que el suceso televisivo se encuentre sujeto a todo tipo de conjeturas. Lo cierto es que la abundancia de dimes y diretes le está dando mucha publicidad, lo que hace que cobre mayor certeza que todo haya formado parte de un montaje: el de la empresaria engañada y el presentador frustrado, un nuevo reality, al que últimamente se le ha venido a sumar una vidente de Ferrol, supuestamente también perjudicada en otro de estos programas.

Pues eso, que resulta difícil separar la realidad de la ficción y que, si Orson Welles fue capaz de engañar a los americanos en aquella emisión de radio de los años treinta del siglo pasado, con la invasión de la Tierra por los extraterrestres, por qué no va ser posible ahora -salvadas las distancias- engañarnos con un montaje un poco perturbador para que determinado programa vaya ganando audiencia.