El presidente de los Estados Unidos ha visitado en este su año saliente la ciudad japonesa de Hiroshima. La ciudad que pasó a ocupar un lugar destacado en la historia de la humanidad tan pronto como fue borrada del mapa de la vida en los escasos segundos en que la ojiva nuclear que soltó la barriga del "Enola Gay" se transformó en un implacable viento de muerte y destrucción a mil kilómetros por hora, en átomos desbocados y cráneos calcinados.

La prensa en todo el mundo destaca que Obama no pidió perdón por la actuación de su país en aquellos días de agosto de 1945. La ausencia de esa petición abre la vía a un debate ético e histórico sobre el que detenerse. A un esfuerzo analítico y con amplitud de miras mucho más allá del efectismo al que tan acostumbrados nos hemos hecho los ciudadanos del mundo y nuestros medios de comunicación.

La cuestión a dilucidar es si debe Obama, por ser sucesor del presidente que en un día, unas circunstancias y un contexto histórico determinado dio la orden de lanzamiento de "Little Boy" sobre Hiroshima y de "Fat Man" sobre Nagasaki unos días después, pedir perdón y mostrar su arrepentimiento personal y el colectivo de su nación. La cuestión es también valorar si el ejercicio de revisión histórica que ese gesto supondría tiene algún valor más allá de una vacua hipocresía.

No cabe duda de que si hoy se pregunta a cualquier habitante del planeta, serán una insignificante minoría los que digan que están de acuerdo con que haya bombas atómicas y menos aún los que se declaren partidarios de que estas sean utilizadas. Pero trasladando en el tiempo, el espacio y la dimensión mundial, el contexto histórico que suponía la segunda Gran Guerra a los días presentes, es bastante seguro que la mayoría de los gobernantes hubieran tomado la misma decisión y bajo los mismos argumentos.

También que la mayoría de los ciudadanos actuales de cualquier país probablemente habría respaldado la decisión con la misma convicción con que, retrotrayéndose tantas décadas, lo hicieron los ciudadanos americanos del año 45.

Tiene tantas caras la capacidad humana de crear terror, barbarie, crueldad y muerte en cada uno de los anillos que se dibujan en el árbol de la historia que la peor de las falsedades consiste en juzgar y adjetivar con ojos, leyes y conceptos de una época lo que en otras ocurrió, haciendo abstracción de circunstancias y contexto histórico, social y político. Quizás por eso Barack Obama, y pese a que le concedieran, aún antes de demostrar si era merecedor al mismo, el premio Nobel de la Paz, ha eludido el televisivo gesto que muchos parecían deseosos de reclamarle.

Dejo abierta la reflexión, escucho mientras tanto acordes cadenciosos y levemente martilleantes y la voz rasposa pero aterciopelada de Leonard Cohen. A veces la música es una buena vestimenta para darle cuerpo al esqueleto del pensamiento.

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